Ah.El arco iris blanco de Goethe. 

Por Haroldo de Campos 

El 25 de julio de 1814, el viejo Goethe (en un mes y días, el 28 agosto, cumpliría 65 años), decide visitar su ciudad natal, Frankfurt, de camino a Wiesbaden, a un centro de reposo, por consejo médico. Apenas inicia el viaje desde Weimar, por Erfurt, hacia la querida región renana que lo vio nacer, entrevé, entre la bruma de la mañana, un arco iris blanco. Henri Lichtenberger, que describe el episodio en el Prefacio a la edición Aubier, bilingüe, del Diván Occidental-Oriental, comenta que, ante la visión de ese extraño fenómeno meteorológico (un arco iris sin bandas de colores), el poeta naturalista sintió que rejuvenecía, interpretándolo como el presagio de una “nueva pubertad” (“eine wiederholte Pubertaet”, según el poeta referiría, años más tarde, en 1828, a Eckermann). Lichtenberger reproduce las palabras de Goethe (en las que no puedo dejar de reconocer, en el desciframiento del enigma natural, de la signatura rerum, el sello fáustico, la sed revificada de vida): “El arco es blanco, sin duda, pero es, no obstante, un arco celestial. Siendo tus cabellos blancos, no obstante, tú amarás.”

Lo que sucedió después, todas las biografías del poeta, incluso las cronologías más sumarias, lo registran destacándolo: el reencuentro con el banquero Willemer, en Frankfurt, en cuya casa, desde 1800, vivía la joven actriz Marianne Jung, de origen austríaco. El banquero, viudo y con tres hijas que criar, había recibido en su casa a la joven Marianne, que se había presentado como bailarina, con apenas 14 años, en ballets y operetas, con gran éxito de público. Al hacer esto, la había rescatado de los avatares de la “carrera teatral”, paraen la época, y había obtenido compañía para sus hijas, con quienes se educó, para convertirse y por su gracia y talento se convirtió en la figura central de la mansión de los Willemer. Cuando Goethe la conoció, Marianne ya tenía 30 años, estaba en la plenitud de su femeineidad e inteligencia, y la atracción que entre ambos se estableció, a pesar de la gran diferencia de edad, parece haber sido uno de los motivos que llevaron al banquero Willemer a desposarla, en setiembre del mismo año de 1814, durante una ausencia del poeta, de visita en Heidelberg.

El banquero Willemer, hombre rico y cultivado, era unos diez años más joven que Goethe, y el episodio de su vida que lo vincula con Marianne guarda una curiosa analogía con el de Mignon, en Wilheim Meister, rescatada por el protagonista de una troupe de artistas ambulantes, y que pasa a dedicar a su salvador un afecto ambiguo, entre filial y amoroso. El hecho es que el matrimonio siguió amigo de Goethe, y fue nuevamente por él visitado en 1815, ocasión en que los lazos de afecto entre la joven Sra. Willemer y el poeta sexagenario se estrecharon aun más, conduciéndolos, sin embargo, a una mutua decisión de sublimación y renuncia. Lo que podría haber sido vida se convirtió en texto. Es el “Buch Suleika” de Diván, donde Goethe aparece en la persona del poeta persa Hafiz, desdoblado en Hatém (“el generoso”), amante de la poetisa (transfiguración de Marianne) Zuleica. Nunca más volvieron a encontrarse personalmente, pero mantuvieron una correspondencia que sólo llegó a su punto final con la muerte del poeta. Tras haber concluido el Segundo Fausto, poco antes de morir, Goethe envió un paquete a Marianne con todas las cartas que de ella había recibido, y le pidió que lo conservara cerrado hasta “el momento no especificado” en que a él, entonces de más de 80 años, le llegase el fin. La fuerza de la ficción textual fue tan grande que la propia Marianne se hizo poeta: algunos de los poemas del “Libro de Zuleica” – hoy lo sabemos – le pertenecen, y enviados a Goethe en la imantación de la “afinidad electiva”, fueron por él retrabajados e integrados al libro.

La floración del arco iris fue, mallarmeanamente, un libro. La “nueva pubertad” del poeta fáustico se tradujo en una gloriosa actividad. “Cuando trabajaba en el Diván – refiere Henri Lichtenberger – “se sentía tan productivo que era capaz de escribir, a veces, dos o tres poemas en un solo día, y esto sin importar las circunstancias: al aire libre, en su coche, en el hotel, donde la ocasión se presentara.”

Es que el encuentro decisivo con Marianne (cuya presencia, por otra parte, no se limita al Buch Suleika, sino que se irradia por el Diván como un todo) se corresponde también con otra convergencia: se articula con el descubrimiento del poeta persa Hafiz (ca. 1318-90) por Goethe, en una línea de intereses que ya venía de su juventud, cuando había leído el Corán, y que había sido realimentada por el tratado de F.Schlegel sobre la lengua y la sabiduría de la India (1808). Es el momento goetheano de la Weltliteratur que se anuncia. Es el Oriente que empieza a irrumpir en su Occidente y produce uno de los momentos más altos de toda su larga y fructífera carrera poética (así como, en nuestra época, fue esencial para Ezra Pound y sus Cantos la captación del “método ideográmico” para la traducción de la poesía china; así como el budismo, en especial el tántrico, y la larga permanencia en la India fueron fundamentales para Octavio Paz y le proporcionaron el punto culminante de su poesía, Blanco). El Fenollosa de Goethe fue el orientalista Joseph von Hammer-Purgstall, que publicó, en dos volúmenes (1812-1813), la obra de Shamsu’ ddin Muhammad, apodado Hafiz (o sea, “el conocedor del Corán”). Comenta Lichtenberger: “Los fragmentos de Hafiz que Goethe había leído anteriormente no le habían causado mucha impresión. En la visión de conjunto, la obra lo subyuga. A través de la traducción inexperta y a veces inexacta del orientalista austríaco, Goethe, súbitamente, profetiza los perfumes y los ardores de Oriente y algo como un soplo de eternidad, venido de las planicies y desiertos de Persia. Percibe los acentos de un gran poeta lírico en el que adivina una individualidad emparentada con la suya.”

Entonces inventa la poesía persa para la lengua alemana como Pound (Eliot dixit) inventó la china para el inglés de nuestro tiempo. Sólo que, al no conocer la lengua original (aunque, con su gusto caligráfico, admirara profundamente la belleza de los caracteres árabes), Goethe no tradujo propiamente los poemas; tradujo una forma mentis, o más bien, una imago. Su operación tiene que ver con la idea de metempsicosis, evocada por Borges a propósito de la traducción de Rubayat, de Omar Khayyam, por Edward Fitzgerald.

El Goethe de edad provecta se identifica con el viejo Hafiz, “conocedor del Corán” y autor de poemas en que celebra el amor y el vino. Lo describe como “alegre y sabio” (froh und klug), listo para “tomar su tajadaparte en la plenitud de la vida”, capaz de “lanzar, de lejos, una mirada escrutadora sobre los misterios de la Divinidad”, pero “rechazando por igual práctica religiosa y placer sensual…” A partir de esta imagen, lleva adelante su operación transmutadora, en un sentido metamórfico, de transfusión de personas (personae): “El poeta se apropia del espíritu del material extraño de modo productivo; si de modo lúdico se disfraza con ropaje oriental, lo hace para velar lo que es contemporáneo y confesional, removiendo el elemento personal hacia un distanciamiento que lo atenúa y, al mismo tiempo, estimula el interés” (Karl Viëtor, Goethe,The Poet). Es un libro de viajes, una transmigración, una trans-imaginación. Lichtenberger señala este carácter que podríamos llamar “dialógico” en el propio título de la obra, adjetivada como “Occidental-Oriental”. Y agrega: “Es que, absolutamente consciente de las analogías profundas que existen entre él y Hafiz, Goethe permanece él mismo con los ropajes de Oriente, y habla al mismo tiempo como poeta oriental y occidental.”

Walter Benjamin, en el ejercicio de crítica “paleográfica” (o, como hoy podríamos decir, “deconstructiva”, en la acepción de Derrida), que llevó a cabo en 1920-21, a propósito de Las afinidades electivas, nos da una preciosa “clave alquímica” para comprender el enigma de este Goethe tardío, que muchos tacharon de oscuro y preciosista (Gervinus, el historiador decimonónico de la Literatura Nacional Alemana, por ejemplo, veía en el Diván una obra donde “el quietismo de la vejez” había generado un “lirismo incorpóreo, nebuloso, incomprensible”). Benjamin, iluminadoramente, escribe:

“Tal vez porque su juventud se había protegido, con demasiada prontitud, de las dificultades de la vida, en el reino de la poesía, la vejez – con terrible ironía punitiva – hizo de la poesía el tirano de su vida. Goethe sometió su propia vida a las prescripciones que hacían de ella un motivo para su obra literaria. Es esto lo que viene al caso, desde el punto de vista moral, en su contemplación de los contenidos reales en la vejez tardía. Los tres grandes documentos de esta velada penitencia reparatoria son: Poesía y Verdad, El Diván Occidental-Oriental y la “Segunda Parte” del Fausto. En esta sumisión de su vida a estas leyes – o sea, en la “profunda penetración en la esencia de la poesía”, Goethe se encontró, ya anciano, con los primeros románticos alemanes. Sólo que, a diferencia de ellos (y en esto igual que Hoelderlin), Goethe no resolvió el enfrentamiento vía una conversión. En cambio, su sometimiento a estas exigencias encendió en Goethe la más alta llama de toda su vida. En ella se quemaron las escorias de toda pasión, y así puede él, en su intercambio de cartas, hasta el fin de sus días, mantener el amor de Marianne tan dolorosamente próximo que, transcurrida más de una década del momento en que se originó ese sentimiento, escribió la que tal vez es la lírica más vigorosa del Diván (“Sobre hojas de seda, ya no/ Escribir rimas simétricas…”. Y el último fenómeno de una vida capaz de someterse a la dominación de la poesía, y, más que eso, al final, medir con ella su propia duración en tanto vida, se encuentra en la conclusión del Fausto.   

Con la promesa de nueva juventud del arco iris blanco, entrevisto una mañana neblinosa del verano de 1814, se reveló un efecto de realización .FACTIVIDADE. Con su blanca irradiación, la vida se asumió en texto, se volvió figura de palabras, sació, con el don abundante del poema, la “hiancia” de la página vacía (ese “horror de la página en blanco” que atormentaría, en las últimas décadas del mismo siglo, a otro fáustico, Mallarmé). Ese efecto de revificación textual se llamó Zuleica en Diván. Gracias a ocasiones como ésta, depuradas por el fuego abrasador de la poesía, Goethe pudo completar su hipótesis de inmortalidad: mantener, hasta el fin, activa, la entelequia (la fuerza que nos conduce al telos, a la completud); compeler, panteístico-dialécticamente, a la naturaleza atribuyéndole otro modo de existencia, capaz de acoger la poiésis como hacer incesante, ya que “la naturaleza no puede prescindir de la entelequia”, ese “fragmento de eternidad”. No tiene sentido, por lo tanto, hablar del sesquicentenario de la muerte de Goethe. Hay que pensar en los 150 años de su vida posterior. Y el mejor modo de responder a este “sobredurar” (Fortdauer), en el cual el viejo Goethe, pensador de la morfología y de la metamorfosis de las ciencias de la naturaleza, ponía su más decidida convicción, está en la operación traductora, en lo que yo prefiero llamar transcreación, ya que ésta, en la teoría benjaminiana del traducir como forma, responde no a la vida del original, sino a su “sobrevida” (Ueberleben, Ueberdauern), al “estadio de su pervivir” (Fortleben).

Oigamos, pues, cómo suena, renovada en nuestra lengua, “esa canción de amor que siempre recomienza”, el canto-llamado de Hatém a Zuleica, que ya promete desprenderse de lo provisorio de su “hoja de seda” (página blanca) y de sus líneas “simétricas”, para disolverse en lo “movilizado”, y sólo entonces, hechizado, perenne, irradiarse “hasta el centro de la tierra”.                     

COPIAR TEXTO ALEMAN, TEXTO PORTUGUES

Sobre hojas de seda, ya no

Escribir rimas simétricas.

Ya no encuadrarlas

En arabescos de oro.

En el polvo, en lo movilizado, inscribirlas:

El viento las disipa, pero su fuerza se irradia

Hasta el centro de la tierra

Hechizada en el suelo.

Y viene el Errante, 

El que Ama. Es llegar a este

Sitio, y todo su cuerpo

Se estremece.              

“¡Aquí, antes que yo, otro amó!”

¿Medschnun, el delicado? ¿Ferhad,

el fuerte? ¿Dschemil, el eterno?

¿Otro entre miles?

¿Uno más, feliz-infeliz?

El amó. Yo amo como él

Y lo adivino

Pero tú, Zuleica, tú te reclinas

sobre el dócil almohadón

que para ti dispuse y adorné.

Y despiertas, tu cuerpo se estremece:

“¡Es Hatém, quien me llama!” Y yo también,

Yo llamo, te llamo: ¡Hatém, Hatém!

¡

¡Nicht mehr auf Seidenblatt / Schreib’ich symmetrische Reime; / Nicht mehr fass’ ich sie / In goldne Ranken; / Dem Staub, dem beweglichen, eigezeichnet / Überweht sie der Wind aber die Kraft besteht,/ Bis zum Mittelpunkt der Erde / Dem Boden angebannt. / Und der Wandrer wird kommen, / Der Liebende. Betritt er / Diese Stelle, ihm zuckt’s/ Durch alle Glieder, / “Hier! Vor mir liebte der Liebende / War es Medschnum der zartet? / Ferhad der kräftige? Dschemil der daurende ? / Oder von jenen tausend / Glücklich- Unglücklichen einer? / Er liebte ! Ich liebe wie er, / Ich ahnd’ihn” / Suleika, du aber ruhst / Auf dem zarten Polster, / Das ich dir bereitet und geschmückt. / Auch dir zuckt’s aufweckend durch die Glieder. / “Er ist, der mich ruft, Hatem. / Auch ich rufe dir, o Hatem! Hatem!