Moira Soto / Damiselas en apuros
Por Amalia Sato
De hojas ya amarillentas, de cuadernos desarmados, rescate de algunas notas escritas a mano, para colaborar en el cut and paste de los tiempos actuales, datos de interés sin duda para enriquecer ciertas estrategias, damiselas en apuros dirán cuáles.
Tres son los géneros teatrales tradicionales en Japón: el Noh o teatro de los fantasmas, el de los actores enmascarados, monocromo, lento, ritual ; el Kabuki o teatro del rostro maquillado, de los episodios pasionales y el despliegue de color y movimiento; el Bunraku, el teatro de muñecos, que repite el repertorio de kabuki muchas veces, y que influye en la gestualidad y las contorsiones de los actores. Lo fascinante es que el arco de los frutos teatrales que van del siglo XIV al XVIII serán recogidos por una figura harto apreciada en Occidente. Ya verán.
Hubo actrices ambulantes ya en el siglo VII, danzaban y cantaban y por supuesto no escaparon a la sospecha de ser prostitutas, eran las saburuko. También hubo mujeres shamanes que ritualizaban situaciones, como purificar los campos de batalla sembrados de muertos a quienes rendían homenaje, y cuya acción influyó en la atmósfera de las obras Noh, género que establecieron Kanami y Zeami para deleite y catarsis de los guerreros. Dicen que las prostitutas de rango más alto, honradas con el término honorífico reservado a los maestros de teatro Noh (tayu) representaban piezas informales durante la era Keicho (1596-1615). También titiriteras y cantantes de grupos itinerantes populares que hacían una vida nómade recorrían las aldeas sin que quedaron casi registros de ellas. Recordemos siempre que la entrada de la escritura en Japón es pasmosamente tardía: recién en el siglo VIII se inicia la fonetización de la escritura china, así que no hay registros escritos de ninguna actividad cultural hasta el siglo X. En el siglo XII aparecen bailarinas de espeso maquillaje blanco, ataviadas con ropas propias de los ritos shintoistas, las llamadas shirabyoshi (las del ritmo blanco), que entonan baladas y recitan oraciones budistas, hábiles en el manejo de las espadas, que se desplazan con un ritmo muy marcado, portando abanicos, espadas, sombreros y crótalos o tambores. Son legendarias Gioo, Hotake Gozen, Shizuka Gozen, con sus amores apasionados con miembros de la nobleza o la clase guerrera y su invariable destino en las biografías ejemplificadoras es terminar su vida como monjas – sus danzas y canciones gracias a la elástica y misteriosa memoria histórica se recrean todavía en festivales shintoistas.
Pero es la época Edo (1603-1868), tras la expulsión del Cristianismo, la mayor usina de modos de representación que siguen nutriendo el mundo teatral de este Japón aparentemente ultramoderno y bladerunniano – como diría el estudioso italiano Fosco Maraini, elemental … patterns of continuity. Cualquier manual de modales tendría mucho que aprender de la etiqueta urbana y la planimetría que en esos tiempos daba su lugar a placer y dinero, junto con diversión (léase teatro), en las grandes ciudades (actuales Tokio, Kioto y Osaka). La clase comerciante que va en ascenso (económico) pero no social todavía (por ejemplo: sólo pueden usar ciertos colores nobles en lo oculto de los forros de sus vestidos), urde estrategias para su mundo galante y un vocabulario para connaisseurs: sui (conocimiento del sentimiento ajeno, comprensión de la situación amorosa del otro), wake (captación de la esencia, lo cual habilita una conducta adecuada), iki (coquetería ejercida con cierto hastío), tsu (conocimiento). Para muchos, en este nuevo mundo donde a los placeres carnales les trazaron cercos de castas y pecado, los casi cien años de contacto con los portugueses y la prédica de jesuitas, franciscanos y dominicos dejó su marca.
Se hace tanto hincapié en los golpes de aldaba del comandante Perry para pedir bases para los balleneros norteamericanos que se olvida este primer contacto de los japoneses con Occidente (el siglo cristiano: 1549-1649). Fascinantes los textos del jesuita Alessandro Valignano para el protocolo de los misioneros, con su insistencia en una asimilación cultural, y el edicto de expulsión para comprender mejor este siglo de mutua fascinación – reflejada en el gusto por el dorado: biombos, fondos de pintura, el oro de los copones en la misa sin duda; por el beber en comunidad de la misa que influyó en la ceremonia del té; por los rosarios y los bigotes y barbas; por los dulces. Y hay una figura que deseamos poner en pedestal porque funciona como un eje en estos modos de representación. Hablamos de la gran Okuni. En medio del tumulto de este momento de intercambios comerciales y prédicas religiosas, guerras continuas entre señores feudales , “los de abajo” adquirieron una capacidad de movilizarse antes desconocido. A este torbellino social se lo denominó gekokujo. Y en esa efervescencia cosmopolita surge un fenómeno cultural que conjuga danza, canto y destrezas corporales. Hacia 1600 muchachas con dotes circenses, que se visten como hombres y llevan el cabello corto se reúnen en compañías y hacen sus presentaciones a orilla de los ríos, lugar tradicionalmente asociado a las actividades marginales (hoy en día, es a orillas del rio Sumida en Tokio donde se levantan los barrios de carpas azules de los homeless). La más célebre de estas jovencitas fue Izumo Okuni, quien actuaba en las márgenes del Kamo, en la actual Kioto. Marchaba moviendo las caderas, con el cuerpo inclinado y con gestos desafiantes, actitud que se denominó kabuku (contonearse, alardear), con rosarios cristianos colgados del cuello o de la cintura y bigotes pintados, o con hebras de fibras entrelazadas en la cabellera. Las prostitutas de bajo rango (yujo) copiaron a su vez este estilo atando sus cabellos con la cinta propia del atuendo masculino (el hachimaki).
En 1607, la célebre Okuni y su troupe fueron a Edo (actual Tokio) para actuar ante el Shogun. Muchas las imitaban y aumentaban los grupos de mujeres que danzaban con sus kimono perfumados con áloe, aroma que llevaba al éxtasis a sus admiradores. Pero pronto fueron perseguidas y acusadas de alterar el orden. En 1612 arrestan y ejecutan a trescientas. Y en 1616 se prohíbe el kabuki de mujeres, edicto que debe reiterarse en 1629, 1630, 1640, 1645, 1646 y 1647, hasta anular la presencia de actrices por más de doscientos cincuenta años. Huelga aclarar que la escena kabuki – dominada desde entonces por los hombres y sus roles femeninos por los onnagata (los actores mujer) –se convirtió en un laboratorio de juegos de género productivísimo.En 1652 no se toleró el placer que provocaba el kabuki de los jóvenes bellos (wakashu kabuki) y solo se aceptó el actuado por varones adultos (yaro kabuki) – el cual sigue vigente como tesoro cultural en nuestros días.
Generaciones de onnagata que recibían su puesto de modo hereditario, aspirando a la representación de la Mujer, establecieron siete arquetipos: la muchacha, la mujer joven atractiva, la matrona, la mujer de edad, la mujer de samurai de alto rango, la cortesana de alto rango, la anciana. En el momento de mayor auge, observaban una conducta femenina también en su vida privada, y se les exigía una dedicación exclusiva a esta especialización, debiendo desempeñarse con el refinamiento de mujeres aristocráticas y la entrega de las esposas de un samurai. Yukio Mishima (1925-1970) en uno de sus cuentos “Onnagata”, cuenta cómo Mangiku, el protagonista, quien ha dejado deslumbrado a un joven director de teatro antes pedante y engreído, sigue los preceptos del manual del siglo XVIII, el libro Ayamegusa. No puedo evitar citar un fragmento de este: Escuché que Ayame decía a sus discípulos en los ensayos que un onnagata podía tener más de cuarenta años y ser todavía llamado “joven onnagata”. Si bien podría juzgarse más apropiado llamarlo sólo onnagata, que se adjunte la palabra joven, indicaría que actúa con brillantez y espíritu constante. Tal vez no sea nada pero deberían percatarse de cuán importante es la palabra joven para un onnagata.
Contemporáneamente al momento culminante del teatro kabuki, algunas mujeres del mundo galante capturan muchas de las experiencias teatrales que estamos enlistando, y van elaborando una figura que hace su entrada para ya no desaparecer y convertirse en el epítome de la femeneidad japonesa. Es la dama soñada por Puccini, Arthur Golden, los pintores impresionistas, Felice Beato, Gustav Klimt, los diplomáticos extranjeros. Es la que ilusionan una muñeca dócil, elegante y discreta – a la que todavía hoy en día los turistas persiguen por las callecitas de Kioto con riesgo de hacerlas caer para capturar su imagen. El término geisha designaba al principio a toda persona dotada de habilidades artísticas, y la aparición de las mujeres geisha recién se menciona en 1761; en cien años y tomando sus mejores rasgos del mundo del teatro kabuki, en una mutua realimentación con la figura del onnagata, construyó su figura con capas y capas de habilidades (canto, danza, música, caligrafía, etiqueta social) y de nuevas conductas. Si el andrógino vaga por la tierra, los hombres sienten que su sombra los invade y ceden, dejan de aferrarse a sus convicciones y papeles masculinos, tan duros y estrictos, y las mujeres despiertan a espacios nuevos, definidos con claridad y frialdad, a planos coordinados con precisión, en los que comienzan a abrirse camino con calma. (Ellemire Zolla dixit y concuerdo). Tan precisa la sesión del encuentro con ellas, que se medía con el tiempo que le tomaba a una vara de incienso consumirse.
Puro artificio, vaivén en la explotación de recursos y efectos que siempre oscilan entre masculino-femenino. Espejada con los onnagata, de ellos toman: el haori, la chaqueta corta abierta que era su prenda preferida, los pies desnudos (pero con las uñas pintadas) – muy llamativos en invierno con su desafiante toque rudo en un pie muy cuidado, y la silueta más apreciada que es sentadas y de espaldas, con todo el fetichismo erótico concentrado en la nuca maquillada de blanco. La figura femenina con los pechos aplastados por el cinto, sin caderas ni nalgas, neutralizada por la caída recta de la tela.
Destreza social dentro de una comunidad de mujeres, comandada con rigor excepcional. Y su momento de esplendor justo en el siglo XIX, cuando su encanto estudiadamente casual las volvió apetecibles como compañeras de los políticos para quienes su mundanidad se conjugaba tan bien con las necesidades de la acelerada modernización a la occidental.
Ante la consabida pregunta, su norma era “no explícito, no obligatorio”, mucho para ese momento de la historia en que surgieron y que hacía la diferencia respecto del mundo de la prostitución, sabían defenderse económicamente cotizando su presencia a niveles exorbitantes. Respecto de esta cuestión de los límites de lo expresable, valga el enojo de la informante de Golden para su best seller, la célebre ex geisha Iwasaki Mineko quien, al sentir traicionado su testimonio, decidió narrar ella misma su historia.
Las danzarinas blancas, las muchachas audaces kabuki bajo el mando de Okuni, los onnagata en su metamorfosis sin cirugías (solo transformación de posturas y suavizar músculos), todos estos artistas en su juego masculino/ femenino, conjugados en su metamorfosis final más efectista: la construcción de la mujer con talentos sostenida por la ilusión del exotismo.