Para Liliana Arroyo y Janet Ley
Una profesora japonesa, Yamazaki Machiko, vino a Puerto Madryn acompañada de su amiga Seike Shigeko. Pararon en casa de otra profesora japonesa, madrynense por adopción: Honoka Abe. Machiko trajo valijas enormes, casi más grandes que ella, y sin duda más pesadas que ella. Imaginarla cargándolas es inverosímil. Sus valijas contenían kimonos y yukatas, indumentaria tradicional japonesa. El sábado pasado, la Sensei Machiko estuvo desde las cuatro de la tarde hasta las ocho y media de la noche en un gimnasio de aikido madrynense, vistiendo con esa ropa a quienes quisieran concurrir. Luego se fue, y ya debe estar en Japón. Un diario cubrió la nota. El canal de televisión local habrá priorizado otros eventos, puesto que ignoró nuestros avisos sobre este. De todas formas, este evento era difícil de encuadrar como tal: ¿se trataba de una “muestra”? ¿De una “performance”? ¿Cómo hablar de él, y a los medios, que necesitan de titulares y de “graphs”? ¿Cómo hablar de un evento en el que todo era gratuito, desde su ingreso hasta su propio transcurso? Cuando difundí la actividad, creo que dije algo así: “La Sensei seguramente va a enseñar cómo se ponen los kimonos y los yukatas”. Pero cuando estuvimos ahí, la Sensei nos vistió, sencillamente y en silencio. Su silencio no era sólo por desconocimiento del español: tampoco le hablaba a Honoka. Apenas le daba alguna instrucción con un rostro imperturbable, mudo en gestos, si se me permite, a ese otro rostro, el de Honoka, que contrastaba con el de Machiko por su amplia sonrisa, y que se parecía al de Machiko en que era también imperturbable. Cuando le agradecíamos a la Sensei Machiko por habernos vestido, se escuchaba una risa monosilábica y después regresaba a lo suyo. Silencio pero no exotismo, ni misterio ni enigma, así como, después de habernos vestido a todos, no hubo un momento de “reflexión” ni una “charla” ni enseñanza verbal alguna: hubo eso: acción callada. Estoy tratando de enmarcar una pregunta que todavía me hago: ¿qué fue lo que pasó? Al releer lo que acabo de narrar, advierto que parece una de esas narraciones vanguardistas que quieren carecer de una historia que contar. De esas narraciones que lo dejan a uno un poco perplejo, por estar escritas de un tirón, sin solución de continuidad. En su prólogo a El libro de la almohada, de Sei Shonagon, Amalia Sato hace referencia al “zuihitsu”, lo “escrito al correr del pincel”, es decir lo “carente de una orientación predeterminada” (14-15). Seguro que estoy forzando las cosas, pero tal vez esa concentración en la Sensei Machiko, mientras ponía kimonos, moños de la belleza y complejidad de un origami, es decir, mientras transformaba personas en papel y papel en tela, era la concentración propia de quien encarna una de las líneas efímeras de ese desconcentrado y eterno “zuihitsu”. Fundirse en las acciones, actuar hasta desaparecer, hacer hasta dejar de ser. Lo que sea que haya pasado ahí, fue suficiente para dejar en evidencia mi percepción como una percepción parcialmente incapacitada. Criados bajo una cultura que se regocija hablando de “los procesos”, que critica la tiranía de los resultados, pero que en los hechos, sin decoro alguno ni miedo a faltar a su propia palabra, desdeña los procesos y persigue ferozmente resultados, algo de lo vivido, aunque sea apenas narrable, contrarrestaría en parte esta adicción a las causas y a la conveniencia, a las mediaciones, a los contratos epistemológicos y morales, a las trascendencias “de palabra”. Y algo de todo esto ya se había anunciado, ahora que lo pienso, la noche anterior, cuando le pregunté a la Sensei Machiko qué significaba “kimono”, esperando una respuesta más o menos espesa en origen, y me respondió: kimono viene del kanji “kiru”, que remite a “lo que se pone, lo que se viste”, y del kanji “mono”, que quiere decir “cosa”, o sea que “kimono” significa “cosa que se viste”