El orden vegetal en la obra de Marcelo Pombo

Por Amalia Sato

        Selección de todos los cuadros de Marcelo Pombo con tema vegetal, ordenados, como corresponde, en progresión cronológica. Repetición en damero de los motivos que nuestro pintor prolifera. Tormentas en bosques, guirnaldas con flores, árboles atravesados por ciclones, árboles viejos, álamos, árboles con nidos, cerezos con postes y cables que se pierden en el cielo como hilos sin cometa, arbolitos en la tundra con carteles, palos borracho con su tronco con espinas gigantes, junglas, árboles como de Navidad con cabelleras y un marco azul fluo como una luz mala, un árbol con nido de avispas, árboles cuadro con raíces atravesados por formas celestiales. .

        Una detención en “El amante coronado” (2002): un arbolito florecido sobre una plataforma, amenazado por una forma que parece un ciclón, una oscura fuerza de la Naturaleza; tal vez un kraken o un zeppelin que parte o que se precipita. Es el homenaje de Pombo a Fragonard, reverenciado en la Frick Collection de NY. Su relectura de la colorida escena rococó pastoril sobre la que avanzan desde el fondo formas oscuras que podrían bien ser nubes de un incendio en un pozo de petróleo, árboles cancerificados o extrañamente nocturnos, un King Kong camuflado con ramas gigantescas, o chorros de vapor o selvas licuadas; en fin, la colocación del cerco de algo ilegible que se cierne sobre un orden y desde donde volverá a recomenzar todo. Y todo es la pintura.

        También un alto en “Árboles enamorados” (2002), donde los dos ejemplares plenos de flores rosas, son como los cerezos a los que algunas obras de teatro Noh, por contaminación animista les reconocen la posibilidad de una espiritualidad que puede conducirlos a la budeidad.  Como esos pinos de mil años venerados, con sus ramas sacudidas y deformadas por el viento, cuya palpitación vegetal puede merecer la misma “iluminación de los seres sensibles”.

        Y un retroceso de una década hasta “La fiesta de despedida de San Francisco Solano” (1992) – cuadro clave por su mención del suburbio y de la fiesta – con sus guirnaldas, sus lazos y cintas decorativas. Y la mención de la celebración y su pino ausente en Navidad en San Francisco Solano (1991). 

         Un relato se potencia, un universo de formas personales que responde a una persistencia, ese carácter estructural obsesivo al decir de Charles Mauron, despliega todas las pistas. No ya las pistas teóricas, ésas que se resuelven por décadas o por generaciones de coetáneos en búsqueda, sino las que conectan ya lo que es una obra con todas las posibilidades de la historia del arte y de la naturaleza que, como colmos del artificio, Pombo extrema en el rococó francés y el arte japonés. Entre esos vínculos: Karl Blossfeldt, el “fotógrafo de yuyitos”; Fragonard venerado en la National Gallery de Washington, o en la citada colección de Nueva York; la colega Sharon Ellis con su psicodelia neopop; o el dieciochesco Jean Baptiste Pillement también especialista en empapelados y chinoiseries, homenajeado en las plataformas flotantes que recuerdan sus escenas suspendidas.

        Diez años después, el glitter de los 90 son estrellas; las serpentinas de cotillón que coronaban los envases tetrabrik intervenidos descienden a las plataformas vegetales que sostienen como un escenario giratorio; los moñitos de colores son flores del trópico; los sonrientes personajes con viruela, o ampollados y con grandes ojos son los bodhisattvas color esmeralda; las guirnaldas festivas son ahora las lianas, las cabelleras de los árboles, las raíces voladoras, los trazos de un paisaje subtropical sudamericano. Los rutilantes elementos de cotillón en su jugueteo entre lo alto y lo popular, “ese amor por lo tonto y lo pobre” que Pombo defendió – calificados como lo light, artesanal y sensible, ¿por qué no una vuelta de tuerca porteña y urbana al Pattern and Decoration Movement de los 70? – que obraban como cables, hilos, cordones umbilicales, cuerpos medusinos, o rastros de baba de algún insecto animado por el dramatismo de un dripping a lo Pollock, ahora en conexión con los carriles móviles de la historia, estallados en el vértigo de las grandes lecturas.

        Los últimos cuadros de Pombo en su taller: “Festival artístico multimedia flotante”, “Manifestación flotante”, “Joven con adorno en la cabeza”, y “Paraná inundado con árbol, nido y cuadro” ya son carrozas planas listas para desfilar en un carnaval por inventar. El estallido del pop en su color, con la sobredecoración de cada gota inmovilizada por la lisura transparente del brillo golosina del esmalte sintético. El verdor ya encarnado en seres que su creador designa como Bodhisattvas,  culminando en “Joven con adorno en la cabeza”, con su testa redonda y recortada como con precisas tijeras de jardinero, y ornada con un peine inspirado en El arte plumaria de los indios Kaapor, un fascinante libro con documentos que su amigo, el lingüista Carlos Luis, le ha revelado.

        En el recorrido, la palabra árbol – presente en muchos títulos de cuadros donde lo anunciado no se representaba: o estaba ausente, apareciendo carteleras vacías o rectángulos flotantes como marcos sin obra-, termina ahora materializada en cuadros donde son los árboles los que sostienen cuadros abstractos en un juego especular entre la omisión y la saturación. De árbol ausente en la representación pero citado en los títulos o insinuado, a árbol polifuncional archipresente en títulos y representación: sostén de nidos y de cuadros, árbol galería, árbol genealógico.       

        Con mangas ya musgosas, nuestro artista, descansando la cabeza sobre una almohada de hierbas, como el monje viajero que interroga: sin vértigo untar los bordes de todas las representaciones, y reanimar la relación entre lo figurativo y lo abstracto, hasta esa osadía final y urobórica de la escenificación de árboles que sostienen nidos que a su vez contienen cuadros abstractos, en un juego de remisiones sin fin. La obediencia a un impulso que ronda, el pulimiento de una única gema, y el espectador convertido en ese insecto liliputiense, al decir de Walter Benjamin, dispuesto a libar en un recorrido sensible de preguntas y goces y desconciertos, y más belleza.     

(En Pombo, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2006)