Figuras de madre en la literatura japonesa.

por AMALIA SATO

Todo el mundo tiene su riqueza,

sólo yo parezco desprovisto.

Mi espíritu es el de un ignorante

porque soy lento.

Todo el mundo es clarividente

sólo yo estoy en la oscuridad.

Todos tienen un espíritu perspicaz,

sólo yo un espíritu confuso

que flota como el mar, sopla como el viento.

Todo el mundo tiene una meta precisa,

sólo yo tengo un espíritu obtuso como el de un campesino.

Sólo yo me diferencio de los otros hombres,

porque yo sigo mamando del pecho de mi madre.

Poema XX, Tao Te King.

Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes 

La madre de los pechos caídos (Tarachine no haha

Tema de varios poemas de la antología Manyôshu. Tarachine no haha, la madre de los pechos caídos, laxos, agotados por el mamar del hijo. Edwin A. Cranston  traduce como “my mother of the drooping breasts”. Hay varias teorías sobre el origen del término tarachine. En su raíz integra dos etimologías las de “caer” y “satisfacer”.

Ya en estos poemas el adjetivo tarachine operaba como un epíteto (makurakotoba, palabra almohada, en japonés) para la madre o los padres. Madre es la agotada por la afición filial.

Así aparece en breves poemas de Manyôshu (siglo VIII):

Tarachineno hahano sonowaza kuwasurani negaeba kinuni kirutou monowo)

“Madre, si le pides a la morera podrás tejer ropa” (Manyôshu, vol VII)

Tarachineno hahano mikotono kotoni areba toshino nagaku tanomi sugusan

“Madre, como tú lo quieres, por ti deseo tener larga vida”

                                                           (Manyôshu,vol IX) 

Tarachineno hahaga tehanare kakubakari subenaki kotowa imada senakuni

“Madre, separado de tus manos, no sé por primera vez qué hacer”

(Manyôshu, vol XI)

En este poema de la antología Kokinshû (siglo X):

Tarachineno oyano mamorito ai souru kokorobakari sekina todomeso

“Mis padres me cuidaron en una cuna, pero a mi corazón ya nadie lo detiene”

En la antología Kinyôshu (1127) compilada por el poeta Minamoto no Toshiyori:

Tarachinewa kurokaminagara ikanareba konomayu shiroki itoto naruramu  

“Madre de cabellos negros, ¿cómo fabricas de este capullo hilo blanco”

El poeta Saitô Mokichi (1882-1953) se destaca por sus poemas sobre esta madre:

Nodowa kaki tsubakurame futatsu harini ite tarachineno hahawa shinitamounari

“Dos gaviotas de cuello rojo están posadas en el techo observando con atención. Mi amada madre ha muerto”

“¿Su madre? Estaba tan sorprendida que no podía apartar los ojos de ella. Llevaba el pelo suelto hasta los hombros, los ojos eran rasgados, profundos y brillantes, los labios bonitos, la nariz recta … y ,además, todo su cuerpo emanaba una luz muy viva, como un latido de vida. No parecía un ser humano. Nunca había visto a nadie como ella”. (Kitchen, Banana Yoshimoto).  

La joven madre muerta y la hermosa madrastra

La primera madre novelesca es Kiritsubo, la madre joven que queda en la memoria del pequeño hijo por el relato de los otros. Es la madre joven, tempranamente muerta, asediada por los celos de las demás cortesanas, cuyo hijo será un niño melancólico y especialmente bello. Con ella surge su complemento, su sucesora y alteradora de tiempo: la madrastra joven que borrará todo dolor.

El primer capítulo de la primera novela de la literatura japonesa, el Genji Monogatari, del siglo X, se designa con el nombre de una mujer, o para ser más exactos, con su nombre en clave, el del ala de palacio que ocupaba. En este capítulo se cuenta que en la corte de cierto emperador, una dama de rango inferior es la preferida. Expuesta a la envidia de las demás, cae enferma, pero no por ello disimulará el emperador la pasión que la perjudica; por el contrario, la pone en evidencia con sus visitas provocando las críticas de todos hacia ese “amor más cruel que la indiferencia” – según la traducción de Arthur Waley -. Kiritsubo carece de protección pues sólo cuenta con su madre viuda y anciana que no tiene poder.

La situación de demoníacos celos que provoca es comparada en el texto con la creada por Yang Kuei Fei, favorita de un emperador chino y causante de la ruina de un imperio, heroína del Poema de la pena eterna . En él, el gran poeta chino de la era Tang, Po-chü-i (772-846) cantaba el inmoderado amor que el emperador Hsuan Tsung (712-756) había concebido por su hermosa y joven consorte, y el dolor sin fin que la muerte de la amada a manos de sus soldados le provoca. 

Sin embargo, en tanto en el poema chino, la pasión es causa de una catástrofe política y hay críticas hacia la irresponsabilidad del gobernante, en el Genji, el marco histórico no se toma en cuenta y los comentarios se dirigen hacia la falta de etiqueta amatoria, y el amor no aporta beneficios sino sólo perjuicios. Y mientras la predilección del emperador chino se clausura con la muerte de la amada, en el Genji, ésta será el comienzo de la búsqueda.

La joven Kiritsubo  da a luz a un niño quien “quizás por anteriores lazos que los habían unido” es un hermoso varoncito. El emperador siente debilidad también por este hijo, olvidándose del primogénito, y cada día retiene más a la joven madre, a quien continúan atormentando con humillaciones. 

Después de la ceremonia con la que se celebran los tres años del niño, Kiritsubo cae gravemente enferma, y pide permiso para regresar a su hogar, pero el emperador se lo niega reiteradamente. Cuando se lo concede, su condición es ya extrema, y abandona el palacio sola, dejando a su hijo, y temerosa de nuevas acechanzas. Esa misma noche muere en casa de su madre.   

El niño, futuro príncipe Genji, no comprende nada pero sospecha algo terrible por el llanto de los sirvientes y de su padre. Lo envían a casa de su abuela, quien lo cría. Pasados los funerales, el emperador permanece inconsolable. Años después reclamará al niño como “memoria del ayer”. Al cumplir seis años, muere la abuela y como el nieto ahora sí comprende lo que sucede, llora amargamente. 

Los años pasan, y el joven a quien ahora llaman Genji, por su admisión en este clan, inicia su educación. Unos adivinos coreanos le vaticinan un futuro especial. 

Cierto día, llegan noticias al emperador sobre una muchacha de rara belleza, de quien dicen se asemeja mucho a la muerta. La madre de esta joven teme por su suerte y se opone a que ingrese a la corte, pero muere, y su hija entra como cortesana. Su nombre, por el lugar de palacio que ocupa, es Fujitsubo (Glicina).

Por una serie de remebranzas más o menos fieles con la desaparecida, el Emperador es inducido a desearla, y a su turno él insistirá, al hablar con el niño: “Es como tu madre, quiérela”. Genji no recuerda a su madre, pero como tanto insisten en que es idéntica a ella, se aficiona por Fujitsubo. Un día, el emperador aconseja a su nueva joven consorte: “no seas ruda con él, se interesa por ti porque le han dicho que eres como su madre. No lo juzgues atrevido o precoz. Sé amable. Tanto te pareces a él en tu apariencia y en tus gestos que bien podrías ser su madre”. Esta figura de padre, que actúa como un generoso y poderoso protector del hijo, inicia un nuevo desarrollo en los relatos de trayectorias de héroes. Así, a pesar de su corta edad, la efímera belleza tomó posesión de los pensamientos de Genji, quien forjó su predilección y lo que sería su obsesión eterna.   

Con la ceremonia de los doce años termina abruptamente la infancia de Genji, que contrae matrimonio. Su esposa no responde a su modelo obsesivo. Genji sentirá atracción por quienes se le asemejan, pues, según afirma en el “Elogio de mujeres en noches de lluvias” (capítulo II), lo idéntico se atrae. Así, su placer serán las mujeres sin voluntad, maleables, la exacerbación de su propia debilidad. 

Más tarde Genji violará a su madrastra, que concibe así a su hijo. La tercera amada en la misma línea de obsesión será Murasaki, sobrina de Fujistubo, a quien Genji conocerá niña cuando ella participa de una clase de caligrafía, y a quien esperará hasta hacerla su consorte.   

En el último período de la era Heian, el concepto de utsushi (reflejo, proyección y transición) dominaba la visión de los asuntos humanos. La desesperación por la calidad de eterno del amor se superaba con la creencia de que el amor perdido podía revivirse en las imágenes de personalidades plurales. Así, el amor nostálgico de Genji por su madre se proyectaba en su amor por Fujitsubo y, a su vez, se transfería en su afección por la joven Murasaki. Los diez “Episodios Uji”, donde una nueva generación de personajes ocupa su lugar, pueden leerse como el reflejo de vidas que han pasado, de aquéllos que no existen.       

En su artículo “Japanese Pratique and the Tale of Genji” , Tetsuji Yamamoto vuelve a los planteos del estudioso Shinobu Orikuchi (1887-1953)  sobre la problemática de la ilusión y la práctica en el “campo” de la mentalidad japonesa: para Orikuchi hay dos mundos en el Genji. Uno es el mundo de los espíritus vengativos (mononoke), el otro es el mundo de irogonomi (el mundo de iro, la vía de las mujeres, gonomi, elección de enamorarse de una mujer noble, no lujuriosa). Sólo los más altos aristócratas, poseedores de hatsu (majestad real) podían rechazar el mononoke, pues disfrutaban de una libertad innata. Genji, con la virtud de su sensualidad, prueba los límites de lo humano siempre dentro de la senda de irogonomi que inicia con el amor por su madre.

Las dos figuras de la madre y la madrastra reaparecen en la narrativa moderna. En El puente de los sueños de Tanizaki Junichiro, hay un padre iniciador y comprensivo, pasivo y ausente, puente y no obstáculo, que amplía la misma senda que revaloriza las relaciones masculinas: el hermano mayor se hará cargo del menor, y la devoción por las madres dejará sus rastros de misoginia, castidad o rechazo al matrimonio. La segunda madre es una figura de sustitución, cuyos pechos el niño grande puede succionar para calmarse y recordar.

En La muerte de mi madre y mi nueva madre de Shiga Naoya también la madre reaparece en la figura de una joven hermosa, y otra vez difuminada aunque esplendente en un cambio de fases, se hace presente la efímera belleza nutriente. Esta vez se añade un detalle: vuelven a cobrar importancia los peines, símbolo de duelo, los mismos que la anciana madre de Fujitsubo entregara como recuerdo de su hija a la cortesana que había ido a visitarla.

Mi madre en sueños 

viene. ¡Ay no la ahuyentes, 

oh cruel canario!

Kikaku (1661-1707)

“[…] Pero luego pensaba: ‘Mi madre ha pasado por aquí, ha visto estas islas y estas orillas’, y entonces ya no le parecían tan extraños y solitarios aquellos lugares en los que se había detenido la mirada de su adorada madre”.

Corazón, Edmondo de Amicis 

Madre zorra

En el mundo de las leyendas, vivo y sin restricciones (setsuwa bungaku), es posible el amor entre especies diferentes.

La madre zorra es la madre de las metamorfosis, la que lleva a cabo sus actos en un ávido presente. Es también, por excelencia, teatral. Su representación exige un alarde de mímica. 

Ella desea hacer el bien manteniendo oculta su identidad, pero el hombre, que sospecha, la obliga a transformarse. En el último instante se despide de su hijo que duerme. El la encontrará, según las versiones, como cazador consumado que le perdonará la vida, o acariciará lo que de ella han hecho: el parche de un tambor que con su sonido lo convoca. 

El tema del zorro que, agradecido por un favor recibido de un cortesano,

se transforma en una hermosa mujer que éste desposa y con quien tiene un hijo fue atesorado por el teatro. En el Noh, el Bunraku y sobre todo en las obras de Kabuki del período Tokugawa, “quizás porque los dramaturgos eran particularmente sagaces en explotar el subconsciente del público”, en palabras de Tanizaki, abundan las obras con variantes de la leyenda.

Popularmente, el zorro es reverenciado como mensajero de Inari Myôjin. Inari es uno de los nombres de la deidad de los cereales, una de las más apreciadas por su estrecha relación con la agricultura de arroz. La etimología de Inari (sazón del arroz) se superpone con la de ine (planta de arroz); es también la guardiana del comercio y del éxito: así, durante Edo (1600-1868), los comerciantes que deseaban prosperidad y los guerreros que buscaban triunfos le erigían altares en sus casas; en esos altares son frecuentes las tablillas que representan la escena donde la madre zorra abandona al hijo.  

La creencia en el carácter sagrado de la zorra, especialmente la blanca, era común. Se le ofrendaban masas de pasta de soja frita, que se creía era su comida favorita. En las leyendas de zorros la metamorfosis (henshin) se fusiona con el concepto de transmigración (rinne). Según las regiones o los nombres de las mujeres en que se convierten, las historias con sus variantes abundan en la época medieval (siglos XII y XVI). 

En el caso de Kohata Kitsune (La zorra de Kohata) ella se ve forzada a huir porque un perro la reconoce y comienza a perseguirla; más tarde, de nuevo bajo forma humana toma los votos y se dedica al rezo para escapar a los lazos de la transmigración.  

En otro relato, la zorra adopta la figura de Tamano no Mae, una versada dama de la corte, que embruja al emperador Toba y lo enferma gravemente. En este caso su identidad la revela el adivino de la corte Abe no Yasunari, cuyas plegarias la obligan a escapar hacia Nasuno en la provincia de Shimotsuke (actual Ibaraki). Vuelve a ser una zorra, pero hasta allí llegan dos renombrados arqueros que la matan por orden de la corte. Entonces, su espíritu obsesionado se transforma en una roca, que mata a todas las criaturas vivientes. La crónica Shinmeikyô, compilada por un monje en el período Muromachi (1336-1573) recoge la historia. El siglo XV la narra en forma de otogizóshi (cuento medieval) y emaki (rollo ilustrado) – en estas variantes aparece un monje zen, Genno, que orando frente a la roca de Nasuno logra que el espíritu de la zorra se salve -.

La obra de Noh, Sesshôseki (La roca que mata) del siglo XV de Zeami (1363-1443) tiene la estructura de una pieza de sueños (mugen nô). El shite, el actor protagonista, que hace el papel de Tamano viste primero la máscara de mujer joven, con ropas rojas con hilos propias de alguien joven, y luego la máscara kotobide, de ojos saltones en la cual el aura demoníaca se insinúa aunque restringida, o la máscara de zorro (yakan); si bien en una variante de la escuela Kongô, el encanto femenino no se pierde y el shite continúa llevando máscara de mujer, peluca negra y tocado.      

Otra historia famosa es Kuzunoha: la zorra Kuzunoha es rescatada de manos del villano Akuemon por Abe no Yasuna, en el bosque de Shinoda. Agradecida, bajo la forma de una bella mujer, se casa con Yasuna y da a luz a un niño. Pero el joven hijo descubre su identidad y se ve obligada a regresar al bosque, tras despedirse  con la escena central de kowakare (adiós al niño). Cuando más tarde, añorándola, Yasuna y el niño vaguen por el bosque, se les aparecerá de improviso, y concederá al niño poderes mágicos. Con el tiempo éste será el célebre adivino Abe no Seimei.

En la obra de kabuki “Yoshitsune Sembon Zakura” hay una escena conocida como michiyuki hatsune no tabi. Sato Tadanobu, un servidor de Minamoto no Yoshitsune, es en realidad el hijo de una zorra a quien su padre ha salvado, y manifiesta su verdadera naturaleza animal haciendo su salida a lo largo del hanamichi con peculiares gestos de la mano y pasos asociados con el zorro. Su actuación se conoce como kitsune roppo (paso del zorro).

En la obra “Honcho Nijushiro”, la princesa Yaegakihime vuela sobre un lago, impulsada por un casco que lleva en la mano, el cual es la materialización de un zorro poseído por ocultos poderes.  

La madre zorra reaparece bellamente en Yoshinokuzu  un relato de 1930 de Tanizaki Junichirô, ficción-ensayo que refleja su interés por la historia y la estética japonesas, un manifiesto nostálgico por un Japón desaparecido. 

El narrador es un escritor que en 1912 viaja a la zona montañosa entre Yoshino y Kumano, interesado por visitar los lugares donde estuvo instalada la Corte del Sur (1336-1457), deseoso de conocer los lugares mencionados en Taiheiki. Ya antes había viajado a la zona: la primera vez con su madre; la segunda, fallecida su madre, como estudiante universitario. Ahora lo hace acompañado por su amigo Tsumura, un antiguo compañero de estudios. Aprovecharán la caminata para conocer una reliquia celosamente guardada por una vieja familia del lugar, un tambor cuya pertenencia se atribuye a la cortesana Shizuka.   

El motivo del narrador va siendo desplazado por la intención luego revelada de Tsumura: ésta es la región donde ha nacido su madre, y ha vuelto para pedir la mano de una prima. La madre de Tsumura (1863-1891) había vivido en el barrio de placer de Osaka antes de casarse y había muerto a los 28 años. El hijo sólo sabe que la familia materna era devota adoradora de Inari, el dios de las cosechas, custodio de granjeros y fabricantes de espadas, y de su mensajera, la zorra blanca Myobu-no-shin. A la muerte de su abuela paterna, Tsumura encuentra viejas cartas y llega con los datos que le proporcionan a la casa de una tía materna. De la madre habían quedado una foto,- hermana e hijo tienen la misma-, y un koto, éste conservado en este pueblo de Kuzu. Tsumura recuerda vagamente de su infancia la escena de una mujer, quizás su madre, cantando la balada “El grito de la zorra” con koto. También una escena de teatro de títeres al que asiste con su abuela: la madre zorra que se despide del hijo que está dormido: la zorra ha sido descubierta y debe abandonar el mundo de los hombres para volver al bosque, fugitiva del deseo del hombre por revelar su identidad y dolida por la separación del hijo que ha sabido criar. Ella canta: “Si me extrañas / ven a buscarme/ en el bosque de Shimoda / en Izumi…”. El hijo que persigue luego desesperadamente la figura de la zorra blanca que se aleja corriendo por la colorida senda otoñal hacia su guarida en el bosque llama: “Mi corazón acongojado/ mi corazón acongojado que no sabe / a través de crisantemos blancos / a través de las rocas y la hiedra / avanzando / por la angosta senda de bambú”.          

En el viaje que admirablemente se narra confluyen casi todas las figuras maternas: la madre de oscuro pasado, la tempranamente muerta, la hermana mayor, convocadas por la memoria, la indagación y la geografía.  

Vendrá la Loba, la Reina Mora

¡A buscar a los mocosos!

         (Canción de cuna italiana)

Yamamba, bruja y ninfa

Es una combinación de bruja de la montaña y ninfa. Un demonio femenino, una deidad de la montaña (yama no kami), o una criada de ésta. Se la difamaba diciendo que devoraba huesos. Es también una legendaria madre soltera, que oficia de entretenedora o prostituta, y que es fecundada por el dios del trueno. A veces la presentan como una graciosa y estúpida hechicera. Popularmente se la considera la madre del héroe popular folklórico Kintarô (su nombre significa “niño dorado”), un niño de poderes sobrenaturales que luchaba con osos,  y que poseía una hacha de poderes especiales, concedida por el dios del trueno. El prototipo de Kintarô se remonta a la prosa épica de Utsubo Monogatari (Cuentos del árbol hueco, siglo X) y Konjaku Monogatari (Relatos del presente y el pasado, siglo XII).

En el Zen Taiheiki, en la época Tokugawa, así se describe la concepción de Kintarô: “He vivido por un infinitamente largo tiempo. Un día llegué a la cima de la montaña y allí me quedé dormida. Un dragón apareció en mis sueños y me penetró. En ese instante, sonó un trueno y me despertó, Como consecuencia  de ello, quedé preñada de este niño”.

Según la leyenda, Kintarô es criado por una mujer de la montaña de la zona de Ashigara (actual Hakone). Destacado por su fuerza, se convierte en seguidor del guerrero Minamoto no Yorimitsu (948-1021) y recibe el nombre de Sakata no Kintoki. Ayuda a Yorimitsu a matar al ogro Shuten Dôji. Permanece soltero toda su vida, y tras la muerte de su jefe, desaparece, siendo visto por última vez en el monte Ashikaga.

Aunque como teórico Zeami (1363-1443) intentó borrar las huellas chamánicas del teatro Noh, escribió una obra llamada Yamamba, que él mismo interpretaba.    

También Chikamatsu Monzaemon escribe una pieza de teatro para muñecos Komochi Yamamba (Madre Bruja de la montaña) en 1712, en la cual hay un encuentro en la montaña (escena de yama meguri) en el cuarto acto: Minamoto no Yorimitsu se hospeda en la casa de la yamamba, que es en esta ocasión la antes célebre cortesana Yaegiri, y de la unión nace Sakata no Kintoki.

Contemporáneamente, la novelista Tsushima Yûko publicó por entregas en el diario Mainichi Shimbun Yama o Hashiru Onna (Mujer que corre por la montaña) entre febrero y setiembre de 1980. Su protagonista es Odaka Takiko, una joven madre soltera de 21 años, una moderna yamamba, cuyo hijo se llama Akira, Cristal de roca, como blanca era la nieve en las montañas del lugar natal de su madre. El ogro es el padre de Takiko. El refugio de Takiko es Kambayashi, un compañero de trabajo, padre de un niño Down, que la fascina por su responsabilidad hacia un destino marcado desde el nacimiento.         

“Fue durante mi vagabundaje por esa tierra de nadie de la semiconciencia cuando oí cómo se deslizaba la puerta de mi habitación. En el umbral, la forma fantasmal de una mujer se iba materializando.[…]” (Almohada de hierbas, Kusamakura, Natsume Sôseki)

“Ella mantuvo su cuerpo inclinado y me miró desdeñosamente, como si disfrutara de mi incomodidad. Nunca en mis treinta años de vida, había yo visto una expresión tal en el rostro de alguien”. (Almohada de hierbas, Kusamakura, Natsume Sôseki) 

La mujer en el “otro lugar” (mukôgawa no onna): la misteriosa bella de la literatura moderna japonesa.

En la narrativa moderna se reitera la figura de una idealizada mujer que aparece en un ambiente percibido como extraño. La mujer del “otro lugar” (mukôgawa no onna) se perfila nítida por primera vez en Kôyahijiri (Un monje del Monte Kôya, 1900), uno de los relatos mejor conocidos de Izumi Kyôka (1873-1939). Todos los elementos de ese “otro lugar”, que Kyôka estructura, se reiterarán en la narrativa posterior: el narrador escucha una rara historia de un monje con quien se encuentra en un tren. Es un monje del monasterio del monte Kôya que viaja de provincia en provincia. Un día se pierde en las montañas en el límite entre Hida y Shinshû. Ve serpientes gigantescas y sanguijuelas, pero finalmente llega a una solitaria casa. Un muchacho idiota está sentado en la galería. Una bella mujer acude al llamado del monje, y acepta que pase la noche allí. Se suceden una serie de hechos extraños: primero ella lo lleva a un arroyelo, donde lo baña gentilmente y le cura las heridas provocadas por las sanguijuelas; cuando regresan, van apareciendo animales, un escuerzo, un murciélago y un mono, a los que la bella rechaza advirtiéndoles que tiene un nuevo huésped; un caballo cocea salvajemente, y un viejo criado no puede dominarlo. Ella se planta ante el animal, se quita su kimono y se lo coloca sobre la cabeza, y luego se desliza por debajo de su cuerpo entre sus patas y su vientre, para calmarlo. La cena que le sirve al monje es de una excelente calidad. y como anfitriona es exquisita. El muchacho idiota canta con voz maravillosa algo que conmueve hasta las lágrimas al viajero. La noche transcurre intranquila, en medio de las voces de los animales y el llanto y la queja de la mujer. El monje aterrado comienza a recitar sutras. A la mañana siguiente, abandona la casa, pero al llegar a una cascada siente un irreprimible deseo de retirarse de la vida monástica y quedarse en ese sitio. Cuando está por regresar a la casa, aparece el viejo sirviente que lo advierte sobre la verdadera identidad de la mujer: es hija de un médico del lugar y ha adquirido los poderes de una hechicera, y transforma en animales a todos los hombres que han estado con ella. Le aconseja agradecer haberse salvado y dedicarse a la veneración de Buda.

Esta imagen de una mujer que recibe a un huésped en sus dominios es un tipo literario maternal que posee el control mágico de un mundo distinto: madre nutricia de enorme atractivo sexual, que combina una serie de conflictivos atributos. La cualidad de una belleza sin igual cede en las décadas de 1960 y 70 ante su poder misterioso o su vitalidad. El héroe de estos relatos es un joven de la ciudad, un intelectual – pintor, monje, crítico, maestro o estudiante – que se pierde en un bosque, un valle, o dunas. En el espacio otro (mukôgawa) siempre hay agua: una cascada, un río, mar o nieve; allí se produce la regresión, la disolución de una identidad. Sólo en el teatro Noh, con su tensión entre un mundo y otro, o en el relato folklórico de Urashima Tarô con su visita al reino del mar, guiado por una tortuga agradecida, esa noción de ajenidad se había presentado con tanta fuerza. Quizás como aventura el profesor Tsuruta, sea la respuesta al siempre exasperado proceso de modernización e individualización, y la mujer del otro lugar una reciente figura materna fijada por la literatura.     

Hay una última figura de madre, y por ahora única. Deudora del comic para jovencitas, en los cuales nuevas heroínas puras son posibles en medio de violentos ambientes urbanos y la perfección del dibujo permite todo cambio. La crea para la literatura de la década de 1980 Banana Yoshimoto en Kitchen (1988): el amigo de la protagonista, la joven Mikage, Yûichi, pierde a su madre, y ve ocupado su lugar por una madre todavía más atractiva. Es su padre, que obsesivamente enamorado de la madre muerta, ocluye toda búsqueda y se entrega a la maternidad, operándose y travistiéndose. Eriko, la nueva bella madre, es el padre transexual. Gracias a la peculiar interpretación de los términos boyfriend y girlfriend que se hace en Japón, mientras vive y tras su violenta muerte, la aspiración a conjugar amor y compasiva amistad se cumple bajo su amparo.