La flor azul (aoi hana, 1922)

de Tanizaki Junichiro

(Traducción de Amalia Sato)

“Adelgazaste un poco, ¿no? ¿Te sientes bien? No tienes buen aspecto estos días. “

Le había dicho su amigo T. hacía poco al cruzarse de pasada con él por Ginza. Okada recordó que había estado también la última noche con Aguri, y se sintió más cansado que nunca. Desde ya que T. ni remotamente había tenido la intención de aludir al asunto – sus relaciones con Aguri eran algo bien sabido, y no sorprendía a nadie verlo de paseo con ella en pleno centro comercial de Tokio. Pero a Okada, tenso y engreído, la observación de T. lo mortificó. Todos quienes lo veían le señalaban que “estaba más delgado” – él se había preocupado por esto durante más de un año. En los últimos seis meses uno podía observar los cambios de día en día, ver cómo su delicada y abundante carne iba desapareciendo lentamente. Había adoptado la costumbre de examinarse furtivamente delante del espejo cada vez que tomaba un baño, para ver lo consumido que estaba, pero ahora hasta esto lo inquietaba. Antes (hasta hace un año o dos, por lo menos) solían elogiarlo diciendo que su figura tenía algo de femenino. Y se sentía orgulloso. “Mis formas recuerdan las de una mujer, ¿no?”, decía socarronamente a sus amigos en la casa de baños. “No tengan ideas raras”. Pero ahora…

Era del pecho para abajo que su cuerpo lucía más femenino. Se recordaba de pie ante el espejo, extasiado con su reflejo, deslizando amorosamente su mano por sus rollizas y blancas nalgas, tan bien redondeadas como las de una muchacha. Sus muslos y pantorrillas eran casi excesivamente abultados, pero le deleitaba ver lo plenos que se veían – como piernas de una moza de cervecería – comparados con las finas piernas de Aguri. Por ese entonces ella tenía sólo catorce años, y sus piernas eran tan estilizadas y rectas como las de cualquier joven occidental: extendidas al lado de las suyas en el baño, se veían muy bellas, lo cual le complacía tanto como a Aguri. Ella era una marimachito, y solía empujarlo por la espalda o sentarse en sus rodillas, o pisarlo, o caminar sobre sus muslos como si fueran un tronco de blanda pasta … Pero ahora ¡qué miserables lucían sus flacas piernas!. Las rodillas y los tobillos que antes conformaban hendiduras agradables, de un tiempo a esta parte se destacaban por los huesos que sobresalían patéticamente, y a los que uno podía observar moverse bajo la piel. Los vasos sanguíneos parecían lombrices de tierra. Las nalgas se habían achatado también, y sentarse sobre algo duro le hacía el efecto de que dos tablas golpeteaban una contra otra. Sin embargo, no fue sino hasta muy recientemente que sus costillas comenzaron a resaltar: una por una fueron dibujándose en afilado relieve, de arriba hacia abajo, de tal modo que ahora era posible distinguir el esqueleto completo de su pecho tan claramente como en una tétrica lección de anatomía.  Como era de buen comer, se habría pensado que su apenas redondeado vientre quedaría a salvo, pero incluso éste comenzó a marchitarse – a este ritmo, pronto hasta sus órganos internos se harían notorios. Después de sus piernas, motivo de orgullo eran sus lampiños brazos “femeninos”; y ante la menor excusa se arremangaba para mostrarlos. Las mujeres se los admiraban con envidia, y él bromeaba con sus novias. Ahora, ni para el ojo más indulgente, resultarían femeninos – aunque tampoco masculinos. Se veían tan humanos como podrían serlo dos varas de madera. Dos lápices colgando a los costados del cuerpo. Cada hoyo entre los huesos iba pronunciándose, la carne mermando.” ¿Hasta cuándo podría continuar perdiendo peso de esta manera?” se preguntaba.” Es increíble que siga andando, cuando me encuentro tan horriblemente consumido”. Agradecía estar vivo, pero estaba aterrorizado.

Sus pensamientos eran tan desalentadores que Okada sintió vértigo. En la parte posterior de la cabeza persistía una sensación pesada y entumecedora; sentía que sus rodillas entrechocaban y que sus piernas se combaban, como si lo estuvieran empujando desde atrás. Indudablemente que sus nervios lo estaban traicionando, pero bien sabía que todo le sucedía por una prolongada indulgencia, tanto en lo sexual como en otros asuntos – como su diabetes, que era causa de algunos de sus síntomas. De nada servía el arrepentimiento, pero lamentaba tener que pagar tan pronto, y pagar, sobre todo, con el deterioro de sus atractivos, su posesión más preciada. Se decía: recién tengo treinta. No entiendo por qué mi salud se resiente tanto … Tenía ganas de llorar y de golpear el suelo con sus pies furibundo.

“Espera. Mira ese anillo. Una aguamarina,¿no?. ¿Cómo me quedaría?”.

Aguri se había detenido y jalando de su manga, escudriñaba un escaparate. Al hablar, agitaba el dorso de su mano bajo las narices de Okada, flexionando y extendiendo los dedos. Sus largos y finos dedos – tan suaves que parecían exclusivos objetos de placer – destellaban con especial encanto seductor a la luz del sol en esa tarde de mayo . Cierta vez en Nanking,  observando los dedos de una cantante que descansaban graciosamente sobre la mesa como pétalos de alguna extraña flor de invernadero, se le ocurrió que no podía haber nada más bellamente delicado que las manos de una mujer china. Las manos de Aguri eran apenas un poco más grandes, apenas un poco más cercanas a las de un ser humano ordinario. Si las manos de la cantante eran como flores de invernadero, las suyas eran frescas flores silvestres: no verse tan artificiales las tornaba más atractivas. Qué delicia hallar un ramo de flores con pétalos como éstos…

“¿Qué opinas? ¿Me quedarían bien?”. Dejó sus dedos suspendidos sobre la balaustrada que la separaba de la vidriera, los tensó con gesto de danzarina con una curva de media luna, y clavó su vista en ellos como si ya hubiera perdido todo interés en el anillo.

Okada masculló alguna respuesta pero la olvidó de inmediato. Estaba embelesado en la contemplación de esas manos que tan bien conocía … Varios años habían pasado desde que ella había comenzado a jugar con esos deliciosos bocados de carne; comprimiéndolas en las palmas de las suyas como arcilla, metiéndoselas en los bolsillos para tomar calor, o dentro de su boca, bajo su brazo, o debajo de su mentón. Pero a medida que él envejecía vertiginosamente, sus misteriosas manos rejuvenecían año a año. A los catorce años, las tenía amarillas y secas, con diminutas arrugas, pero ahora a los diecisiete, la piel era blanca y suave, e incluso en los días más fríos tan bruñida que uno temería que un aceite de ellas emanado opacara el brillo de oro de su anillo. Infantiles pequeñas manos, tan tiernas como las de un bebé y tan voluptuosas como las de una ramera – frescas, jóvenes, siempre procurándose placer…

¿Por qué había decaído su salud? Le bastaba mirar sus manos para recordarle todo lo que le habían hecho sentir, todo lo que había sucedido en esas secretas habitaciones donde se encontraban; y le dolía la cabeza con la potencia de estos estímulos … Si detenía la vista en ellas, comenzaba a pensar en el resto de su cuerpo. Aquí a la luz del día en medio de la multitudinaria Ginza veía su espalda desnuda … sus pechos … su vientre … nalgas … piernas … una por una todas las partes de su cuerpo surgían flotando ante sus ojos con aterradora claridad bajo extrañas y ondulantes formas. Y se sintió abatido bajo el sólido peso de sus cincuenta y dos kilos … Por un instante Okada temió desmayarse – pues la cabeza le daba vueltas, se veía en el límite … Idiota. De inmediato expulsó sus fantasías, reafirmó sus tambaleantes piernas…

“Bien, ¿vamos de compras?”

“De acuerdo”.

Comenzaron a caminar hacia la Estación Shimbashi… Iban a Yokohama.

Aguri se ve feliz, se dijo, le compraré un equipo nuevo. Encontrarás las cosas adecuadas en los negocios de importación de Yokohama, le había aconsejado; en Arthur Bond’s y Lane Crawford, en la joyería india, y en el modisto chino. Tienes el tipo de belleza exótica; los kimonos cuestan más de lo que valen, y no te sientan. Observa a las mujeres occidentales o chinas: ellas sí que saben obtener ventaja de sus caras y figura, y eso sin gastar demasiado dinero. Deberías hacer lo mismo a partir de ahora… Y fue así que Aguri había estado esperando con ansiedad este día. Cuando caminaba, respirando de un modo agitado por el calor del prematuro verano, su blanca piel se humedecía bajo el peso del kimono de franela que entorpecía sus estilizadas y jóvenes extremidades. Se imaginaba cómo dejaría caer esas “indignas” ropas, para colocarse joyas en las orejas, adornar con un collar su cuello, deslizarse en una blusa casi transparente o una seda crujiente o una batista, cimbreándose elegantemente de puntillas con zapatos de taco alto… Se imaginaba luciendo como una de las mujeres occidentales que pasaban a su lado por la calle. Siempre que una de ellas se le cruzaba, Aguri la estudiaba de pies a cabeza, siguiéndola con la vista e importunándolo con preguntas sobre su aspecto, o un collar, o lo que fuera.

Okada compartía estas inquietudes. Todas las jóvenes extranjeras elegantes le hacían fantasear con una Aguri transfigurada con vestidos occidentales… Me encantaría comprarle esto, o aquello otro, se decía. ¿Por qué no podía estar un poco más animado? Ya faltaba poco para que iniciaran su encantador juego. Era un día claro con brisa, una hermosa tarde de mayo digna de una salida… vestirla con etéreos ornamentos, mimarla como a una mascota, luego llevarla en tren a algún delicioso refugio secreto.  Algún lugar con una terraza con vista al mar, o una habitación en una posada de aguas termales a través de cuyos ventanales se vieran resplandecer los retoños del bosque, o por qué no a un lóbrego, apartado hotel en el barrio de extranjeros. Allí el juego se recomenzaría, el delicioso juego con el que siempre soñaba y que era su única razón para vivir… Ella se estiraría como un leopardo. Un leopardo con aros y collar. Criado como un animalito que sabe con exactitud cómo complacer a su amo, pero cuyos ocasionales ataques de furia hacen temblar. Retoza, araña, muerde, se abalanza, lo desgarra, lo despedaza, intenta sorber la médula de sus huesos… ¡Mortal juego! Su solo recuerdo se convertía en un señuelo de éxtasis. Se veía temblar de excitación. Otra vez la cabeza le daba vueltas, creyó desvanecerse… Se preguntó si moriría, ahora, finalmente, a los treinta y cuatro, cayendo allí en la calle…

“¿Estás muerto? ¡Qué pesado!” Aguri lanzó una mirada ausente al cadáver que yacía a sus pies. El sol de las dos caía a pleno sobre él, moldeando oscuras sombras en los pozos de sus consumidas mejillas… Si él debía morir debería haber esperado medio día más, hasta que terminaran con las compras… Aguri chasqueó la lengua con fastidio. Si pudiera, evitaría verme involucrada en esto, pensaba, pero supongo que no puedo abandonarlo aquí así. Hay cientos de yenes en sus bolsillos.  Ese dinero me pertenece -por lo menos habría deseado dejármelo antes de morir. El pobre tonto estaba tan loco por mí que no le molestaría que yo tomara el dinero y me comprara lo que quisiera, o flirteara con cualquier hombre que me gustara. Él sabía que soy voluble -y hasta por momentos esto parecía divertirle. Mientras se inventaba excusas, Aguri saca el dinero de su bolsillo. Si intenta visitarme bajo la forma de un espíritu, no me preocuparé por él -me escuchará esté vivo o muerto. Yo seguiré mi camino…

“Mire, señor fantasma. Me he comprado este maravilloso anillo con su dinero. Y esta enagua bordeada de encaje. Y mire”. (Se levanta la pollera para mostrar las piernas). “¿Ve estas piernas que tanto le agradaban, estas espléndidas piernas?  Me compré un par de medias de seda blanca, y ligas color rosa -todo con su dinero. ¿No cree que tengo buen gusto? ¿No luzco angelical? Aunque usted está muerto, me he vestido con ropas que me sientan, como usted deseaba, y lo estoy pasando maravillosamente bien. Soy feliz, verdaderamente feliz. Y usted debería estar contento también, por haberme dado todo esto. Sus sueños se han hecho realidad en mí, ahora que estoy tan hermosa, tan llena de vida. Bueno, señor Fantasma, mi pobre enfermo de amor que no puede descansar en paz, ¿ por qué no me sonríe ?”.

Me apretaré contra su frío cadáver tan fuerte como pueda, lo abrazaré hasta que sus huesos crujan, y gima: “Basta, no puedo soportarlo”. Si no se entrega, encontraré el modo de seducirlo. Lo amaré hasta que su ajada carne caiga a jirones, hasta exprimirle la última gota de sangre, hasta que sus secos huesos se pulvericen. Entonces hasta un espíritu se sentiría satisfecho.

“¿Qué te sucede? ¿En qué piensas?”

Okada, agitado, farfulló algo. 

Se veían como una pareja que daba un agradable paseo – debería haberlo sido y mucho – pero él no podía todavía compartir su alegría. Pensamientos oscuros surgían uno tras otro, y se sentía exhausto aun antes de haber comenzado su juego.  Son sólo nervios, se había dicho a sí mismo; nada serio. Se me pasará tan pronto estemos lejos. De este modo se hablaba a sí mismo, pero se había equivocado. No eran sólo nervios: estaba tan cansado que los brazos y las piernas se le adormecían, y las articulaciones le crujían al caminar. A veces el cansancio es una apacible, casi agradable sensación, pero cuando es tan agudo podía ser un síntoma peligroso. En este preciso momento, ignorándolo él, ¿no estaría alguna grave enfermedad apropiándose de su sistema? ¿Acaso no estaría tambaleándose, mientras permitía que la enfermedad tomara su curso hasta provocar un colapso en su organismo? ¡Preferible era derrumbarse a sentirse tan atrozmente agotado! Cuánto agradecería hundirse en una mullida cama. Quizás su salud lo estaba demandando desde hacía mucho. Cualquier médico se habría alarmado y le habría advertido: “¿Cómo se atreve a caminar en esas condiciones? Debe guardar cama – no es de extrañar que se sienta mareado.”

Estos pensamientos lo hicieron sentir más agotado que nunca; caminar se había convertido en un esfuerzo enorme. En esa acera de Ginza -esa seca, pedregosa superficie que con tanto gusto recorría a los trancos cuando se sentía bien- cada paso le producía un golpe de dolor que vibraba de su talón a la coronilla. Por empezar, sus pies estaban acalambrados en esos zapatos de becerro que los comprimían en su estrecho molde. Las ropas occidentales estaban pensadas para hombres saludables, robustos: para cualquiera de frágil condición eran casi insoportables. Alrededor de la cintura, sobre los hombros, bajo los brazos, rodeando el cuello -cada parte del cuerpo se hallaba bajo presión, oprimida por hebillas o botones, goma o cuero, capa sobre capa, como si uno fuera un crucificado. Obviamente había que ponerse medias antes de calzarse, y estirarlas cuidadosamente con ligas. Luego la camisa y los pantalones, ajustados con una hebilla hasta sentirla incrustada en la cintura y sostenidos de los hombros con tiradores. El cuello sofocado y enlazado con una corbata a manera de dogal con un alfiler clavado. Si un hombre es robusto, cuanto más ceñido, más vigoroso y rebosante de vitalidad se verá; pero un hombre que sólo es piel y huesos no puede soportar ninguna compresión. La sola idea de estar vistiendo tan pasmosos accesorios le hizo jadear, y sintió mayor fatiga en los brazos y las piernas. Después de todo, sólo porque estas ropas occidentales lo mantenían cohesionado, podía él caminar – pero con sólo concebir cómo un cuerpo fláccido y desvalido se sostenía rígido, con manos y piernas encadenadas, y avanzaba a los gritos de “Avanza, no te permitas caer”, le venían ganas de llorar…   

De repente, Okada se imaginó perdiendo el autocontrol, cayendo y sollozando. Este hombre de mediana edad, pulcramente vestido, que caminaba hasta hace unos instantes, con la aparente intención de disfrutar del buen tiempo con la joven que lo acompañaba, un caballero que podía perfectamente ser el joven tío de la dama – de improviso torcía el rostro con desagradable expresión y se ponía a llorar a gritos como un niño.  Se detiene en medio de la calle y la importuna para que lo alce. “Por favor, Aguri, no puedo dar un paso más. Cárgame sobre tus espaldas.”

“¿Qué te sucede?” inquirió Aguri, observándolo como una tía severa. “Deja de comportarte así. Todo el mundo te está mirando”… Quizás no se había dado cuenta de que se había vuelto loco: ya está acostumbrada a verlo llorar. Esta es la primera vez que lo hace en la calle, pero cuando se encuentran solos siempre llora de este modo… Qué tonto, debe de estar pensando. No tiene por qué llorar en público -si quiere gritar que se descargue más tarde. “Cállate. Me haces pasar vergüenza”.

Pero Okada no dejará de llorar. Comienza a patear y forcejear, desprendiéndose de su corbata y su cuello y arrojándolos al piso. Y luego, muerto de cansancio, resollando, cae sobre el pavimento pesadamente. “No puedo caminar más.Estoy enfermo…” murmura, casi delirando. “Quítame estas ropas y ponme algo más suave. Prepárame una cama aquí, no me importa que sea en la calle”.

Aguri está punto de perder la compostura, su cara roja de furia. No hay modo de escapar – una multitud hormiguea a su alrededor bajo el sol ardiente. Un policía aparece. La interroga delante de todos. (“¿Quién será? ¿Tal vez la hija de un millonario?, comienza a murmurar la gente. “No creo”. “¿Una actriz acaso?)”¿Cuál es el problema?” pregunta el policía a Okada, con amabilidad. Lo mira como si fuera un lunático. “¿Por qué en lugar de quedarse tirado en un lugar como éste, no se levanta?”

“No lo haré. Estoy enfermo. ¿Cómo podré ponerme de pie?” Gimotenado, Okada menea la cabeza…

Puede ver la escena vívidamente ante sus ojos. Siente como si realmente estuviera sollozando…

“Papá…” Una vocecita está llamando -una dulce voz, no la de Aguri. Es la de una niña regordeta con un kimono de muselina estampada, que le hace señas con su diminuta mano. Detrás de ella está parada una mujer con el cabello arreglado en un moño; parece la madre de la niña. “Teruko, aquí estoy… Osaki, ¿también tú?”. Y él ve a su propia madre, que ha muerto hace ya muchos años. Ella le hace señas desesperadamente e intenta decirle algo, pero está muy lejos, un velo de neblina los separa. Pero percibe cómo lágrimas de tristeza y dolor corren por sus mejillas.

Dejaré de llenarme con tan tristes pensamientos, se dice Okada, pensamientos sobre la madre, sobre Osaki o la niña, sobre la muerte. ¿Por qué pesaban tanto en él? Sin duda que por su débil salud. Dos o tres años antes, cuando estaba bien, no habrían sido tan poderosos, pero ahora se habían combinado con su agotamiento físico y espesaban y obstruían todas sus arterias. Y en momentos de excitación sexual la obstrucción era más opresiva aún… Al caminar bajo el brillante sol de mayo, se sentía aislado del mundo: su mirada era opaca, sus oídos zumbaban, sus pensamientos en oscuro y obstinado ensimismamiento.

“Si te sobrara suficiente dinero, ¿qué tal comprarme un reloj pulsera?”, le estaba pedigüeñando Aguri. Habían llegado a la estación Shimbashi; y tal vez le había venido la idea al ver el gran reloj.

“Hay buenos relojes en Shanghai. Debería haberte comprado uno cuando estuve allí”.

Por un instante los caprichos de Okada volaron a China… A Soochow, a bordo de un hermoso barco de placer, impelidos por un sereno canal hacia la elevada Pagoda de la Colina del Tigre… En la embarcación dos jóvenes amantes sentados arrobados uno muy junto al otro como tórtolos… Él y Aguri transformados en un caballero chino y una joven cantante…

¿Estaba enamorado de Aguri? Si alguien se lo hubiera preguntado, desde ya habría respondido que sí. Pero al pensar en ella, sus pensamientos se convertían en una habitación negra como el alquitrán, adornada con cortinas de terciopelo oscuras – una habitación decorada como si perteneciera a un nigromante – en el centro de la cual se impusiera la estatua de mármol de una mujer desnuda. ¿Representaba realmente a Aguri? Por cierto que la Aguri que él amaba era la contraparte viva y palpitante de aquella figura marmórea. Esa muchacha que caminaba a su lado por el barrio de negocios de importados de Yokohama – él podía adivinar las líneas de su cuerpo a través del holgado kimono de franela, podía muy bien ser, escondida bajo el kimono, la estatua de la “mujer”. Evocó cada elegante trazo del cincel. Hoy engalanaría a la estatua con joyas y sedas. Le arrancaría ese kimono poco sentador y sin formas, para revelar por unos momentos a la “mujer” desnuda, y luego vestirla con ropas occidentales; acentuaría cada una de sus curvas y sus hendiduras, le daría a su cuerpo una superficie brillante y viva de líneas flotantes; destacaría los contornos ampulosos, resaltando sus muñecas, sus tobillos, su cuello, esbeltos y graciosos. Realmente, hacer compras para realzar la belleza de la mujer amada es el sueño hecho realidad.

Sueños… Algo de sueño tenía ese paseo, mirando vidrieras aquí y allá, por una tranquila y solitaria calle donde se alineaban compactos edificios de estilo occidental. No había nada chillón como en Ginza, e incluso de día había un aire aquietado. ¿Podía haber alguien con vida dentro de esos silenciosos edificios de gruesas paredes grises donde los vidrios de las ventanas  relumbraban como ojos de peces, que reflejaran el cielo azul? Más parecía una galería de arte que una calle. Y la mercadería expuesta tras los cristales de ambos lados era luminosa y colorida, con el seductor y misterioso fulgor de un jardín en el fondo del mar.

El cartel de un negocio de curiosidades llamó su atención: TODA CLASE DE OBJETOS DE ARTE JAPONESES: PINTURAS, PORCELANAS, BRONCES, ESTATUAS. Y otro que debería ser de un sastre chino: MAN CHANG SASTRE PARA DAMAS Y  CABALLEROS … Y otro: JOYERIA JAMES BERGMAN … ANILLOS, AROS, COLLARES … E&B CO MERCADERÍAS Y VIVERES … LENCERIA FEMENINA … CORTINADOS TAPICERIA BORDADOS … El retintín de estas palabras en sus oídos tenía el esplendor de un piano grave y solemne… Tan sólo una hora de tranvía desde Tokio, y uno se sentía como en un lejano lugar. Y uno dudaba en entrar a esos negocios al verlos tan sin vida, con sus puertas firmemente cerradas. En los escaparates – tal vez porque estaban pensados para extranjeros – los objetos se exponían de un modo frío y formal, bien diferente de la confusión congraciadora que caracterizaba a las vidrieras de Ginza. Los vendedores no parecían existir; todo tipo de cosas lujosas estaban a la vista, pero los recintos, débilmente iluminados, resultaban tan tenebrosos como templos budistas… Y no obstante, la mercadería se veía más curiosamente tentadora.

Okada y Aguri fueron y vinieron a lo largo de la calle: pasaron por una zapatería, por una sombrerería, una joyería, una peletería, una tienda de telas … Con que él soltara un poco de su dinero, cualquiera de esas cosas se adherirían en seguida a su blanca piel, enroscándose a sus flexibles y graciosos brazos y piernas, convertidas en parte de ella … Los vestidos de mujer europeos no eran “algo que ponerse” – eran una segunda capa de piel. No envolvían por encima y rodeando el cuerpo sino que penetraban la epidermis como un tatuaje. Al observar otra vez, toda la mercadería de los escaparates se le antojó capas de la propia piel de Aguri, veteadas de color, con gotas de sangre. Ella debía elegir lo que le gustara y convertirlo en parte de sí misma. Si te compras pendientes de jade, tenía ganas de decirle, piensa que los hermosos pendientes verdes crecen de los lóbulos de tus orejas. Si te pones ese abrigo de pieles, el que se ve allí en la vidriera de la peletería, piensa que eres un animal de pelambre aterciopelada y brillante. Si te decides por esas medias de color celadón, al instante que las calces, tus piernas tendrán piel de seda, entibiada con el torrente de tu sangre. Si te deslizas dentro de zapatos de charol, la suave piel de tus talones se tornará laca relumbrante. Querida Aguri. Todo esto ha sido modelado para la estatua de mujer que eres: pieles azules, púrpuras, carmesíes – todas fueron creadas para tu cuerpo. Es a ti a quien están vendiendo allí, tu piel exterior espera surgir a la vida. ¿Por qué si tienes todas esas cosa soberbias a tu alcance, te envuelves en vestidos como ese holgado y abolsado kimono?

” Sí, señor. ¿ Para la señorita ? … ¿ Qué es lo que exactamente está buscando ?”

Un vendedor japonés había emergido de la habitación trasera y observaba con suspicacia a Aguri. Habían entrado a una pequeña y modesta tienda de ropa pues se veía menos prohibida: no demasiado atractiva, por cierto, pero había cajas con tapas de vidrio a los costados de la estrecha habitación, y estaban repletas de ropa. Blusas y faldas – pechos y caderas femeninas – colgaban sobre sus cabezas. Además había cajas bajas en medio del recinto, que exhibían enaguas, camisetas, medias, corsés y toda clase de pequeñas prendas adornadas con encaje. Nada que no fuera frío, escurridizo, de texturas suaves, verdaderamente más suave que la piel de una mujer: seda crepe delicadamente crujiente, una seda blanca lisa, fino satén. Al darse cuenta de que pronto la vestirían con esas telas, como a un maniquí, Aguri pareció avergonzarse ante la mirada del vendedor y se retrajo tímidamente, perdiendo su vivacidad habitual. Aunque sus ojos chispeaban como si dijeran: “Quiero esto, y eso, y aquello.”

“No estoy segura de lo que quiero.”  Se la veía confundida e incómoda. “¿Qué te parece a ti?” le susurró a Okada, escondiéndose detrás de él para escapar de la mirada del dependiente.

“Déjenme ver”, intervino en tono jovial el empleado. “Creo que cualquiera de éstos le sentarían”. Desplegó vestidos de hilo blanco para que ella los viera. “¿ Qué tal éste?. Sosténgalo usted misma y mírese – encontrará un espejo por allí”.

Aguri se colocó ante el espejo y apretó la inmaculada prenda bajo su mentón, dejándola colgar. Entornó los ojos y lo estudió con la mirada apenada de una niña descontenta.

“¿Te gusta?” le preguntó Okada.

” No está mal.”

” No parece de hilo. ¿Cuál es el material?”

” Es voile de algodón, señor. Es una tela fresca, fina, muy agradable al tacto.”

” ¿El precio? “

“Veamos … ” El dependiente se fue a la habitación trasera y preguntó con una voz sorprendentemente ruda: “Ey, ¿cuánto cuesta este voile de algodón – cuarenta y cinco yen ?

“Hay que hacerle un arreglo”, dijo Okada. “¿ Podrían tenerlo para hoy ?”

” ¿Para hoy? ¿Parten mañana?”

“No, pero nos urge”.

“Ey, ¿será posible?” El dependiente se dio vuelta y gritó hacia la habitación trasera otra vez. “Dice que lo quiere para hoy – ¿pueden hacerlo? Vean si es posible, eh.” Aunque un poco ordinario en su forma de hablar, parecía amable y de buen corazón. “Empezaremos ahora mismo, pero nos llevará por lo menos dos horas”.

“Está bien. Todavía nos falta comprar zapatos y un sombrero y lo demás, y ella podrá cambiarse y ponerse todo aquí. Pero ¿qué debe vestir de ropa interior? Es la primera vez que usa ropa occidental.”

“No se preocupe, tenemos todo lo necesario – deberá empezar por esto”. Extrajo con delicadeza un sostén de seda de una caja de cristal. “Luego se pone esto encima, y lo cubre con esto y por debajo. Las tengo en otro estilo también, pero no tienen abertura, y se las debería sacar en caso de ir al toilette. Es por eso que los occidentales se aguantan de orinar lo más que pueden. Ahora bien, las de este tipo son más convenientes: tienen un botón aquí, ¿lo ve?. Simplemente lo desabotona y no hay ningún problema … La camiseta cuesta ocho yen, la enagua unos seis yen – son más baratas comparadas con el kimono, y vea con qué hermosa seda blanca están confeccionados. Por favor súbase aquí que le tomaré las medidas”.

A través de la prenda de franela los volúmenes de la forma secreta fueron medidos; por el contorno de las piernas, por debajo de los brazos, la cinta de cuero se enroscaba investigando las dimensiones y la forma de su cuerpo.

“¿Cuánto vale esta mujer?” ¿Era eso lo que el vendedor estaba calculando? A Okada se le ocurrió que le estaba poniendo precio a Aguri, que la estaba poniendo de liquidación en un mercado de esclavas.

Aproximadamente a las seis de la tarde regresaron a la tienda con sus otras compras: zapatos,, un sombrero, un collar de perlas, un par de aros de amatista …

“Pasen. ¿Encontraron cosas bonitas? El dependiente los saludó con un tono familiar. ” Ya está listo. El probador está allí – vaya y cámbiese”.

Okada siguió a Aguri detrás del biombo, llevando gentimente sobre un brazo las suaves y blanquísimas prendas. Llegaron ante un espejo largo, y Aguri, con un aire todavía displicente, lentamente comenzó a desatar su cinto …

La estatua de mujer que Okada llevaba en su mente estaba allí de pie desnuda ante sus ojos. La fina seda se enganchó en sus dedos cuando intentó colocarla sobre su piel, girando y girando alrededor de su blanca figura, haciendo moños, prendiendo botones y broches. De pronto, Aguri alzó el rostro con radiante sonrisa. Okada sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas…

(Traducción de Amalia Sato)