Por Amalia Sato
Mínimo común múltiplo: escribir en español. Máximo común denominador: ser latinoamericanas. Mínimo común múltiplo: vivir en Nueva York o sus cercanías. Máximo común denominador: la extranjería. Así podríamos seguir. Una argentina, dos mexicanas, dos cubanas, una venezolana y cinco portorriqueñas y sus textos. De la fórmula, nacionalismo más cosmopolitismo, tan siglo XIX, a esta era de instantaneidad, cuadrículas de ciudades por satélite y en pantalla, planeta interconectado, máquinas-regazo. Pero el espacio de la lengua materna sigue siendo añoranza para quien no está en su tierra, y la lengua propia identidad amada para circular por Babel. Ya no como para los fantasmas: el espacio es el mismo, el tiempo cambió, nosotros somos los mismos; sino: el espacio es otro, el tiempo es vértigo, y yo soy, también, por mi escritura en español. ¿Qué oído aguzado podrá percibir la fisura, el quiebre, la pequeña falla, la disonancia, el desgaste, la exaltación, la reticencia, la marca de los diez, veinte o treinta años fuera del terruño, la patria, el lugar natal, el hogar, los sitios de formación, lo extrañado? Como monedita en uso, la lengua se mella, adopta muescas, para placer del tacto demorado, del oído atento.
(Contratapa al libro de la Colección “Semillas de Eva”, Editorial Fundación Ross, Rosario, Argentina)