7 días en BH (Be Agá, Belo Horizonte), Minas Gerais, Brasil y 14 nombres propios para una agenda de emociones

damiselas en apuros

Por Amalia Sato  

O real não está na saída nem na chegada; ele se dispõe para a gente é no meio da travessia. (Lo real no está en la salida ni en la llegada; se nos ofrece en medio de la travesía)  

Guimarães Rosa

Milton Santos

Milton Santos. Primer impacto. Otra ciudad brasileña, sin calles arboladas, con sus edificios sin balcones, ergo sin macetas, con todo pensado para los coches; sol, calor, distancias. Desde la ventana del piso 15 del hotel, en el centro, edificios abandonados de veinte y más pisos, una medianera graffitada con una figura de mujer que parece una bahiana en vestido naranja a lo largo de unos diez pisos, y otra pixada (pishada) con la típica caligrafía rúnica (influencia del heavy de Iron Maden) a lo largo de otros ocho pisos. ¿Cómo y cuándo lo hacen? Hay videos en you tube (recomiendo PIXO).No con la densidad de São Paulo pero la urbe es otra vez un ejemplo brasileño de museo al aire libre, una pizarra gratuita, imponente, visible. Cuánto anticipó el gran geógrafo Milton Santos sobre la modernidad que se compra en altura y distancias, ¿qué diría de estos muros filigranados con riesgo de vida?

Wannia y Marco. El primer día, visita trajinada al Mercado Central, justo sábado, día de salidas y encuentros, con bares repletos de clientes hablando a los gritos, con sus restaurantes de mesas tan pegadas que son casi conviviales, donde se degustan en un solo plato tantos sabores, con su sección de venta de pájaros y perros y creo que gatos, de plantas y flores, artesanías, en fin lo que se quiera. Llevo mi lista gastronómica: al fin de los siete días compruebo que probé feijão tropeiro, fígado con jiló, el infaltable pão de queijo con café, todas las frutas que pude, me quedan para otra visita el frango com quiabo y tantos otros manjares. Un mareo en este hormiguero de ofertas y personas pero obtengo dos cosas utilísimas: una guía general con información de Minas Gerais y -de la taxista que está en la cola a la salida y que me lleva de vuelta al hotel, Wannia- una tarjeta con el número de su celular y la recomendación de que su marido, Marco, también taxista, es un guía bien dispuesto y gran chofer. Como viajera hay que agradecer siempre la caridad con el peregrino. Y será Marco un personaje fundamental para sustentar las observaciones con la experiencia y sagacidad de un local. A lo largo de la semana terminaré conociendo por fotos a sus dos hijos, una jovencita amante del deporte y un niño que lo acompaña a pescar en el río San Francisco, y a su mamá que está internada, grave me aclara, y a quien viene de ver en el hospital un día que llega tres minutos tarde. Es el guía perfecto, mientras el auto recorra raudo las rutas (todo queda a más de cien kilómetros), sus comentarios enriquecerán con información de primera mano todos los paseos, él mismo se mostrará extasiado ante los tonos de verde de esas sierras vírgenes maravillosas, él como yo se preguntará cómo se manejaron los portugueses buscadores de oro o piedras preciosas (los emboabas) para desbravar y recorrer esa geografía. Tres dichos de mineiro que me dice con gracia y que ilustran la idiosincrasia de este Estado famoso por haber sido cuna de tantos políticos – algunos calificados de velhas raposas (viejos zorros)- no se me olvidarán. Pensar que fue de aquí como de otros lugares de la rica América que surgió cruelmente el excedente que fundó el capitalismo de Europa (vean los videos de Eduardo Bueno, un Felipe Pigna brasileño, tan claro siempre). No hay nada azaroso en la ocupación de este territorio de sierras y florestas increíbles. Y van los dichos: Se não tem mar, vai para o bar, Mineiro come quieto (vale decir: mira y no habla), Mineiro come pelas beiradas (empieza a comer por el borde del plato, donde la comida no quema), valen como muestra de otra manera de ser, ¿no?

Anfiteatro Museo de Arte Da Pampulha.Niemeyer

Niemeyer. J.K. El complejo Lagoa de Pampulha y el edificio sobre Plaza Liberdade, o la Ciudad administrativa al costado de la autopista. Avanzadas de una modernidad ultra que quedan aisladas, como hitos de un futuro trazado sobre planos papel manteca, “por más cerca que se esté, todo.aquí se ve de lejos” – decía Clarice Lispector de Brasilia. Un urbanismo que, si pueden, los más ricos eluden sobrevolándolo en helicópteros o yendo de garaje de condominio a garage de shopping sin contacto con el otro. Juscelino Kubitschek (Yota Ka), Portinari, Burle Marx, Niemeyer, Alfredo Ceschiatti, en 1943, idearon la laguna artificial de Pampulha, a más de 8 kilómetros del Centro. Iglesia, Casino, Casa de Baile, Yacht Club, iba a ser un núcleo irradiante. La iglesia, cercada por mallas de plástico naranja está en restauración, el Casino ahora Museo alberga una muestra conceptual que ironiza sobre el antiguo rol, O azar é seu (algo como, Te lo buscaste) y no está en exhibición el acervo que prometía el librito guía; pero a falta de las 1.400 obras prometidas me doy el gusto de una inmersión de dos horas en un edificio de Niemeyer sin nadie, salvo yo. Curvas, rampas, un auditorio con paneles insonorizadores y un sistema de amplificación de sonido (una forma circular cavada en el techo), y sillas que se pueden mover a piacere; en fin, para mí que disfruto de la arquitectura, ¡fiesta total! Detalle, los taxistas esperan o vuelven por una, conviniendo horario, prueba de que hay crisis, y si esperan, cobran el viaje hasta ahí y paran el reloj. Y se agradece porque lo que rodea a Pampulha es un barrio residencial, portones, paredones, nadie.

Aleijadinho

Aleijadinho. Tiradentes. Dos nombres para las dos ciudades históricas que visito. Congonhas, Ouro Preto (antes Vila Rica). Para algunos, Antônio Francisco Lisboa, el escultor lisiado, (de ahí su apodo), tal vez a causa de la lepra que destruyó sus manos, es el primer artista mulato brasileño. Para otros, no existió y fueron varios los que esculpieron las obras que se le artibuyen. Los Profetas y los conjuntos escultóricos en las capillas. Apenas llegamos, hay un alto obligado de nuestro taxi y sube el guía oficial. Un señor de intensos ojos azules, muy delgado, con quien habrá que negociar un precio por su tarea de guía. No deja de nombrar a Juscelino Kubitschek, Yota Ká (me compraré el último día un libro sobre él, titulado El presidente bossa nova, fascinante figura) y a su madre Júlia, siempre que puede y sin que aparentemente sus nombres se conecten con la charla, pues sin duda para él sustentan ese momento de aspiración al progreso que todavía lo enciende. Sus observaciones sobre el león y la ballena que acompañan el conjunto de los profetas son inolvidables: nos dice que Aleijadinho nunca estuvo en Europa, nunca vio una ballena y que por eso se inspiró en los peces de río bocudos, que Aleijadinho nunca vio un león y que por eso le hizo a la escultura cara de mono y melena parecida a vellones de oveja. Ese barroco criollo que es casi un rococó, con estatuas de narices finas, ojos estrábicos, cuerpos frágiles…Y columnas que llaman “grávidas” porque desarrollan curvas inéditas. Nada de la solemnidad europea, una ligereza juguetona, colores más claros, mundo pastel. Y Ouro Preto, tanta información, tanta historia… solo saber que en esa plaza donde se ofrecen los guías locales estuvo la cabeza de Tiradentes por meses, como lección ante su rebelión ante la Corona, y ver en el museo las piezas de hierro con que doblegaban a los esclavos, estremece. Vaya a saber dónde tuvo que estacionar su taxi Marco, en estos lugares donde ya hay “peajes” convenidos. Y difícil caminar por esas callecitas empedradas y en declive.          

Izabel Mendes

Izabel Mendes da Cunha. Centro de Arte Popular. Son como cariátides con su porte perfecto y una mirada de intensidad medusina. Pueden llegar a medir un metro y se ven espectaculares con sus trajes de novia inmaculados, con puntillas y cuellos, de diseños haute couture. Sabía de la namoradeira de janela, la muñeca acodada en la ventana, figura típica para llevar de recuerdo, pero no me esperaba este hallazgo. Las muñecas de arcilla de Izabel Mendes, la artista pionera del Valle de Jequitinhonha, que desde su taller en Santana do Araçuaí, desarrolló lo que es ahora arte regional y muy apreciado. Y como si el canal arte 1 siguiera mis pasos, esa misma noche veo en el hotel un documental donde la presidenta Dilma  premia a una hermosa señora de cabello recogido y tirante, una anciana de cara vivaz; así me entero de que cambió la práctica de la alfarería utilitaria que le transmitiera su madre, por este arte de muñecas que intimidan con una intensidad tal que amenazan con cobrar vida en cualquier momento. Son bellas y misteriosas, como plantadas firmemente ante un destino: madres amamantando o jóvenes novias solas o con su prometido. El detalle con que trabaja sus ojos en relieve, con pestañas espesas, y los aros, collares, y labios pintados, y puntillas imantan con elegancia, moda y coquetería refinada cada figura. Ojalá hubiera una muestra aquí en Buenos Aires.

Inhotim

Tunga. Inhotim. Mi ilusión más grande era conocer el Instituto Inhotim, el mayor museo de arte contemporáneo al aire libre del mundo. Había incursionado por internet y escuchado las entrevistas a su ideador Bernardo Paz, dueño de la fazenda donde está instalado. Parquización sugerida por Roberto Burle Marx, galerías para muestras individuales, instalaciones, tres circuitos, posadas chic en la ciudad cercana de Brumadinho para recibir al turismo que va exclusivamente por esta experiencia. Y las imágenes deslumbrantes que me anticipa internet. Otra vez Marco, y otra vez un viaje por ruta viendo ese paisaje de sierras verdes pero que cada tanto muestran alguna ladera pelada y marrón, y siempre camiones polvorientos y enormes corriendo a nuestro lado. Hay que pasar por Brumadinho – tipeo este nombre y me corre un frío pero estoy guardando un ficticio orden cronológico-  ciudad pequeña que antes supo ser leprosario, y que ahora agrega como capital de trabajo el Inhotim a la consabida actividad de extracción de hierro. Tanto dependen de la empresa (Vale do Rio Doce) que todos la llaman popularmente Mãe Vale. No sé por qué pero muchos quebra molas (lomos de burros) durante el paso por la ciudad. Sol, casas bajas, los bares con sus sillas de plástico amarillas, la sequedad, ni un árbol ni una maceta perdón por la insistencia, y al final llegamos al amplio estacionamiento; es martes, son las 10 apenas y Marco se alegra de que no haya casi coches ni micros. Combinamos que me pasa a buscar a las 17 cuando cierra el Instituto Museo. Hasta llegar a la recepción un camino bordeado por palmeras, las altísimas palmeras imperiales, emblemáticas del Jardín Botánico de Rio, pero aquí con un fondo verde constante, un corredor de cientos de metros como preámbulo al ansiado paraíso. Compro la entrada y pago el carrinho que va a acelerar el recorrido. Las obras son muchas y todas del rubro arte conceptual. Solo apunto algunas: en la piscina de Jorge Macchi varios se meten en traje de baño y los proveen de toallones. Hay una galería solo con obra de Victor Grippo casi sin iluminar. Para entrar en la galería de Hélio Oiticica hay que descalzarse y hay un número límite de visitantes simultáneos. Hay una obra Kentridge con múltiples proyecciones, en galería negra con corredor techado que da al parque. Confieso que es raro el efecto de estas propuestas que demandan un análisis, en medio de la sensualidad vegetal cuyo encantamiento es ineludible. Los jovencitos y jovencitas con su uniforme de chombas azules manejan los carritos que te dejan en un punto y vuelven a su base; a veces en medio de la selva hay que caminar bastante hasta llegar a la propuesta artística. Se deben seguir instrucciones, se sugieren recorridos, se pasa de la luz deslumbrante natural a espacios en semipenumbra, las obras a la intemperie demoran en ser descubiertas pues no hay tanta señalización, hay que esperar por los carritos y más si se completan y, como me conforta una empleada: menos mal que vinieron martes y no miércoles que es gratis: ¡esto se vuelve una locura! Pero para resumir en un nombre mi vértigo ante tanta información, formas e imágenes, elijo a Tunga, que tiene su obra exhibida en una galería exclusiva de modo permanente; dicen que fue uno de los que alentó a Bernardo Paz para decidirse por la fundación del Instituto y que le auguraba el éxito de una suerte de parque de diversiones de las artes. Se definía como “un artista venusino, que cayó en Pangeia, que luego fue la Tierra y, al separarse los continentes, terminó en suelo brasileño”. Su sala solo de cristales me parece la mejor metáfora del brillo de oro y diamantes de otros tiempos. Un logro alquímico, lujoso, en esta galería de maderas de distintos tonos perfectamente encastradas en piso y techos, un cofre pulido para sus joyas.

Conclusión y consejo; con el sistema que yo elegí es imposible hacer los tres circuitos, que por partes carecen del servicio de carrinhos y hay que cumplir a pie. (Leo en el folleto mapa que hay un kiosko de una agencia especializada a la entrada al parque, y que ofrece servicios “especiales”. Pero tarde, ya en Buenos Aires)

Guimarães Rosa. BH invita a salir. Una vez cumplido el circuito cultural en la ciudad alrededor de la plaza central, Liberdade – museos y centros culturales muy bien mantenidos por las grandes empresas Banco do Brasil, Vale do Rio Doce, Petrobras – los ojos se lanzan a la guía para ver qué más se puede conocer. A 124 kilómetros, Cordisburgo, la ciudad natal de Guimarães Rosa. Marco avisa que ha pasado por allí pero que nunca fue al Museo, la casa natal del escritor. Grande Sertão, veredas. Obra maestra. El primer libro que compré en mi primer viaje a Brasil junto con el diccionario Aurelio. Para recoger información para su magna novela, GR partió con jinetes expertos en 1952 a recorrer el sertão de Minas. La traducción literal del título no ayuda a captar la geografía insinuada: propongo esta Región agreste (o ¿Desierto?, para acentuar), oasis (veredas, regionalismo de Minas Gerais, significa en medio del cerrado, flujo de agua cercado por la vegetación de los buritis (plantas de la familia de las malpighiaceas).Veo el sertão, vegetación achaparrada pero suelo verde, otro pasisaje. Y Cordisburgo, una ciudad pequeña, con una iglesia abierta impecable, una plaza temática con animales prehistóricos que homenajean a Peter Lund, paleontólogo danés que anduvo por allí en 1835. Un solo restaurante importante al que vamos con Marco a degustar la culinaria de la que tanto se enorgullecen. Y el museo, con objetos, ediciones de originales y traducciones (noto que faltan los dos libros que editó en Bs As Adriana Hidalgo, Sagarana traducido por Adriana Almeida, querida colega de Funceb, y Gran Sertón, veredas que Gonzalo Aguilar y Florencia Garramuño tradujeran también hace años – ya fue hecho el contacto para que los envíen, es importante). Pero el personaje que se roba la escena es nuestro joven guía, Tales, del Grupo de contadores de estórias Miguilin; primero nos informa sobre cada objeto, menciona la muerte del autor a tres días de su nombramiento en la Academia de Letras, nos habla de una bisabuela que desde su habitación sin ventanas sabía todo de todos, nos cuenta sobre los pasaportes que como cónsul en Hamburgo GR facilitó a  muchos judíos que pudieron escapar del horror, y a continuación nos lleva al fondo donde hay una especie de patio techado con gradas y nos invita a escuchar su narración. El instante en que hace silencio, mira al suelo, se concentra y se transforma nos emociona a todos los adultos que allí estamos porque, a partir de entonces y por unos diez minutos, Tales es la voz de ese sertão que é do tamanho do mundo. Y Marco es uno de los más atentos y tiene los ojos húmedos.                           

Henequin. Un hereje va al Paraíso. De este libro maravilloso de Plínio Freire Gomes me acordé durante la visita al Museu da História da Inquisição do Brasil, creado en 2012, y de cuya existencia me entero por un folleto que recojo ya no recuerdo dónde. Paneles, reproducción de grabados y pinturas, biblioteca, objetos y réplicas de los instrumentos de tortura. En las cercanías de Pampulha, en una casa impecable, con una empleada amabilísima, y un taxista que otra vez nos espera leyendo el diario (y aunque lo invitan a pasar, prefiere quedarse dentro del auto). Pedro Rates Henequin es el protagonista de esa historia que termina tan mal y que Plínio tan bien narra revelando el panorama de ebullición de una época, cuando  los reinos de Europa se hacían a costa de sangre de incalculables cantidades de oro y diamantes. Hijo de una portuguesa y un holandés, pasó veinte años en Minas Gerais, donde convivió con emigrantes conversos a los que perseguían para quitarles sus fortunas. En sus alegatos, cuando lo apresan en 1741 en Lisboa, acusado de herejía por el Tribunal del Santo Oficio, jura que estuvo en el Paraíso, habla de ángeles sexuados hijos ilegítimos de Dios, de hojas caligrafiadas por Adán, de cascadas y frutos que caen en las manos, describe con asombro la altura de las palmeras, la androginia de la Virgen, creando una cosmología donde catolicismo, calvinismo, Cabala y mitos indígenas americanos se mezclan poetizando un discurso más que multicultural. Recorriendo las salas del pequeño pero cuidadísimo museo la complejidad de las tramas se vuelve patente. Siento que estoy donde todo empezó, como decía Haroldo de Campos, tan lejos de la inocencia y con la complejidad del Barroco.

Arte 1. Arte 1, el canal cultural que es el premio, de vuelta en el hotel, después de la jornada de incursiones. Una noche veo para mi sorpresa a Fabrício Corsaletti, querido alumno, activo poeta, saludando por los cinco años de vida del canal. Fabricio, que ama y conoce muy bien Buenos Aires, frecuentó mis cursos de español de la Fundación Centro de Estudos Brasileiros, y escribió una novela ambientada en nuestra ciudad. En la programación, que es excelente, pasan un documental sobre Tomie Ohtake, la gran pintora japonesa radicada en São Paulo, filmado por Tizuka Yamasaki, la gran cineasta carioca nisei – recuerdo la muestra, también en Funceb, de grabados de Tomie que acompañaban o viceversa los textos de Yuugen de Haroldo de Campos, por otra parte publicados por mi amiga Mercedes Roffé en su sello Pen Press. Y, como si alguien programara mi agenda cultural, hasta pasan un documental sobre la isla de Naoshima, ese proyecto conceptualizado por Tadao Ando, que propone arte en una isla apartada, digamos el proyecto Inhotim japonés. Y en el periódico que he recogido en algún museo leo que ha fallecido hace poco Jacob Guinsburg, el mítico editor de Perspectiva, que publicó los Haroldo que atesoro desde hace tantos años. Agrego a los nombres que empiezan a proliferar en mi BH, el de Maria Julieta, la hija del poeta prócer Carlos Drummond de Andrade, quien fuera mi profesora y directora del CEB (Centro de Estudos Brasileiros) en los 70, en la sede de Ayacucho, enfrente del edificio de Radio Nacional, de quien le hablo a una profesora de arte, que está con un grupo de estudiantes en el Centro Cultural Banco do Brasil y que se presta curiosa a la charla. ¡Cómo me debía este viaje que termina hilvanando tantas vivencias!       

Brumadinho. El sábado 19 de febrero ya estoy de vuelta en Buenos Aires, con mi cuaderno lleno de notas, con mi celular lleno de fotos, con el corazón lleno de emociones por este Brasil que pocos conocen, este Brasil interior, con su BH que, como me dijo un taxista, es la capital da roça.

El viernes 25, una semana después, sucede la tragedia de Brumadinho, un dique (barragem) con desechos se rompe y un torrente de sustancias contaminadas arrasa todo a su paso. La dimensión de la tragedia es inabarcable. Me entero por las noticias que esa mañana abro en mi celu y que me manda el diario de BH em.com.br al que quedé misteriosamente suscripta. En seguida me acuerdo de Marco, extasiado ante el paisaje del Paraíso, y advirtiéndonos ante cada pueblito que pasábamos “pero ¿sabe de dónde sacan su renta?”… Y la barragem de Mina do Feijão desencadena el drama: cientos de muertos, no sé si sabrán algún día exactamente cuántos, pues hay hasta quince metros de barro de espesor, posadas arrasadas. Las primeras cifras son 157 muertos y 165 desaparecidos, pero van en aumento. Los titulares de los días que siguen no dan tregua: El mapa del miedo, 13 ciudades mineiras cercadas por diques de desechos. Crímenes de la mineración, cómo el juego de intereses facilita la impunidad. Brumadinho, una Guernica minera. En Minas hay cincuenta diques sin garantía de estabilidad, vea la lista. Mire cómo quedaría Congonhas en caso de ruptura de los diques que rodean la ciudad. El 9 de febrero, Inhotim reabre con un minuto de silencio mientras los bomberos reanudan las búsquedas en Brumadinho. Doce millones de litros de barro tóxico. El barro de la barragem afectó el abastecimiento de agua de 16 municipios. Directores ejecutivos de Vale sabían del problema de la barragem en Brumadinho. Etc. etc. etc. Ya había sucedido en 2015 en Bento Rodrigues, ciudad arrasada, y 615 kilómetros de territorio fueron recorridos y contaminados por el flujo infernal en esa ocasión…

Logro mandarle un whatsapp a Marco, me lo responde con un Obrigado, Amalia. Y veo en el círculo de identificación la palabra LUTO.  

Estoy cerrando. Suena mi celular con una notificación. Agenda del sábado 02/03 del Carnaval BH. La apertura del fin de semana de festejos en la capital minera estará a cargo del bloco Então, Brilha! que este año lleva al desfile mensajes de protesta contra el presidente Jair Bolsonaro y la mineradora Vale, responsable por la tragedia de Brumadinho.     

En Buenos Aires, sábado 2 de marzo 2019, 8.40 pm.   

Amalia Sato y los sonidos del mundo como dones

    domingo, 21 de febrero de 2021 · 10:13

    Por Susana Szwarc

    (Poeta y dramaturga)

¿Nos contás cómo (la revista) Tokonoma se mantiene  en el panorama cultural argentino?

 En 1994, me decido a iniciar su publicación. Sentía que si no difundía yo ciertas cosas, sobre todo traducciones de literatura japonesa que desde hacía unos años había emprendido, en ese momento no lo haría nadie. Pero la idea era gestar una revista literaria amplia, y así fue. Recuerdo que Luis Thonis, que estuvo tan cerca en esos tiempos, me aconsejó agregar debajo del nombre, traducción y literatura, y eso resultó muy orientador, difusión de textos, probidad de la traducción y escritura en un sentido abierto.

¿Cómo surgió el nombre “tokonoma” y cómo fue su circulación?

En cuanto al nombre, se lo debemos a José Lezama Lima y a su poema El pabellón del vacío, donde la palabra “tokonoma”, ese altar estético de la casa tradicional en Japón, es en el vocabulario poético del autor cubano todas las posibilidades del juego cultural. A esta distancia de 27 años, parece increíble ese boca a boca de recomendación entre libreros, esa circulación por las librerías de la calle Corrientes en Capital y por librerías de Rosario, Córdoba y por bibliotecas, esa consignación de ejemplares a cuenta gota pero eficaz, y la difusión en mano y la venta feliz en las presentaciones de cada número. Todos los amigos y los amigos de los amigos escribieron en “tokonoma” y, para muchos, y lo digo con alegría de editora, fue incluso un bautismo en la escritura. Sería injusta si hiciera aquí un recorte de nombres pero hasta antologías de textos se armaron a partir de la entrega de un texto a cada número anual de la revista. Y el compromiso era ante todo el mío, que participaba escribiendo.    

 ¿Se consiguen los números anteriores de la revista?

Mi mayor deseo sería digitalizar todos los números, (los dos últimos fueron digitales), para que pueda compartirse – ahora que están casi todos agotados – la amplitud de intereses que se desplegaron. En el primer número destaco el cuento “El manantial del arco iris” de la recordada AtsukoTanabe, profesora de literatura japonesa en México, y ya en el segundo la presencia de Haroldo de Campos, para mí un modelo de esa vitalidad antropofágica de nuestra América. Y mucha traducción, como dije, y aquí destaco que un fragmento de “El Libro de la

Almohada” publicado en la revista despertó el interés de Edgardo Russo y de allí vino la edición completa del clásico ya con tantas ediciones. Mucho ensayo original: Thonis, Sosa Días,Cippolini, Aira, Kirsch, Haroldo de Campos, Quartucci. Muchos anticipos de libros. Siempre presencia de poetas: Roffé, Pasini, Heer, Cignoni, Ponce, Negroni, Lukin, Szwarc, Reches, Guaragno etc. etc. Los cuentos de Pángaro que luego fueron “Los señores chinos”, ese libro único y tantas veces reeditado; el relato de Diego Posadas “El tren ya pasó” que es la re-invención del haiku, los textos de Alfredo Prior van a ser publicados como libro en estos días, y tus relatos, Susana, que ilusiono como una futura antología de un Japón paralelo que nos observa.

 Fueron saliendo ensayos valiosísimos que releo cada tanto.

 Un punto fuerte de la revista fueron los ensayos. Dejáme que cite algunos que marcaron línea: Wixted sobre poesía japonesa clásica y las influencias chinas,  Aira sobre Tanizaki; Mattoni sobre Kawabata; Sosa Días sobre Piñera Lamborghini y Feiling; Thonis sobre Macedonio, Voltaire, Arlt; Piro sobre Wilcock, y las traducciones de ensayos –cito a Savino y tantos otros.

Los artistas plásticos colaboraron también y se dio una interrelación de los mundos de la plástica y la escritura. ¿Quiénes participaron?

Hubo sí un acompañamiento del mundo de los pintores, que enriquecía el diseño y la visualidad de la revista, en su humilde materialidad de celulosa: Cambre, Monzo, Avelo, Posadas. Y desde el número 8 las tapas de Ros, siempre diferentes e inesperadas.

En tres números de la tokonoma, con más páginas que las anteriores, pedías a los autores que trabajaran con palabras en japonés y donde el imaginario Japón estuviese presente, y muchos escritores desearon participar. ¿Cómo fue esa convocatoria?

Sí, los tres últimos números publicados en papel (llegamos en esa modalidad hasta el número 16)  reúnen 97 textos, una prueba de la efervescencia textual que se despierta desde una consigna. Mucho de un Japón desde nuestra lengua y nuestra mirada con total libertad. Pienso lo divertido que sería traducir todos los números de la revista al japonés, para provocar en esa antípoda un efecto inesperado y ver qué lectura despierta. Y me encantaría encontrar el modo de distribuir los ejemplares que han quedado.    

 Nos diste a conocer y  fuiste la transmisora del teatro de papel, “Kamishibai” en Argentina, ¿cómo surgió este impulso?

 El teatro de papel, kamishibai, palabra que ya circula con soltura en nuestro medio, tuvo curiosamente su impulso – si bien había hecho funciones para el colectivo Zapatos Rojos y la Fundación del Jardín Japonés y en reuniones de amigos –  a partir de una invitación del Centro Cultural de España en Buenos Aires en 2006; su directora entonces, Lidia Blanco, nos ofreció la sala de la calle Paraná, y allí iniciamos la difusión con obras originales. Los amigos del grupo original fueron convocando a otros y así como una mancha de aceite por la suavidad y celeridad con que se fue corriendo la voz y las funciones quedó instalada la práctica de este teatro, callejero y popular, nacido en Japón a fines de la década de 1920, en plena crisis económica. Obras originales versiones de Kawabata, del Libro de la Almohada, de leyendas argentinas, de leyendas japonesas, creaciones colectivas, difusión de viejas obras originales traducidas del japonés, en fin, un corpus que sigue su expansión. Más talleres, invitaciones a provincias, donde se replica con entusiasmo. Y el encuentro y noticias de teatristas que llegaron al kamishibai también por otras vías, como internet o en viajes. Nombro a algunos de los que se lanzaron a la difusión: Diego Posadas, Maria Eva Blotta, Delius, Renata Lozupone, Masao, Nicolás Prior, Julia Masvernat, Gustavo Schwartz, Liliana Lukin, Adriana Vázquez, Sergio Pángaro, Rafael Cippolini, Patricia Jawerbaum, y tantos etc. Un verdadero work in progress que va cosechando sus replicantes, de ellos tantos que nos mandan información sobre sus funciones, incluso de Brasil y Perú.

¿Qué dirían los 45.000 teatristas que pedaleando en sus bicicletas lo llevaron a su apogeo en Japón entre 1930 y 1955, ante este renacimiento argentino? Hay un lugar que crearon los amigos en la red: club argentino de kamishibai, donde se suben noticias. Y dejáme recordar, Susana, tu interpretación, junto con Valentina San Miguel que tocaba su flauta dulce, de ese cuento de un niño que entendía el lenguaje de los cuervos;  y nombrar a Laura Szwarc, difusora y autora del libro “Entre láminas” que propicia esta modalidad de teatro entre otras. ¡Cómo nos divertimos, y cómo pasa el tiempo!  

Has traducido a grandes autores de Brasil y también de la literatura japonesa como “El libro de la almohada”. Y sos una de nuestras traductoras más reconocidas. Decinos algo de la traducción y qué autores te fueron más convocantes. 

 Bueno, te agradezco el elogio. En realidad me considero una afortunada por lo que pude traducir. Mis dos espacios de ilusión cultural fueron y son, y agrego a Italia desde los últimos años, Japón y Brasil. La mayoría de las traducciones fueron propuestas mías a las editoriales. De Japón, además de “El Libro de la almohada”, Soseki, Ogai y Higuchi Ichiyo, los tres nombres claves de la era Meiji, fueron un compromiso, tal vez, lo pienso ahora, porque fue la época en que mis abuelos partieron de ese Japón en plena occidentalización. Y tantos textos en la revista, o el Saikaku que tiene una edición de lujo. Por supuesto, los Kawabata en Planeta me hicieron conocer ese arco de experimentación narrativa que abarca su vida. De Brasil, me enorgullezco de mis tres Haroldo de Campos, y de Doña Flor y sus dos maridos, en este caso sobre todo por la oportunidad de dialogar con la histórica traducción de Lorenzo Vega, exiliado español, que me emocionó con sus elecciones. Y Clarice Lispector, Vilma Areas, Júlia Lopes de Almeida, para citar a estas escritoras de escritura desafiante y de distintas épocas que me confiaron y me deslumbraron.   

Por supuesto que hay tanto para comentar pero siempre resumo en Haroldo mi  ideal de trabajo: lenguas, traducciones, amplitud total de miras y el concepto de transcreación.

Volvamos a la Tokonoma, siendo que hace unos meses salió el último número.

 El año pasado, el tan difícil 2020, con cuyo clima todavía seguimos conviviendo sentí el irrefrenable impulso de dispersar otro número de tokonoma, después del número también digital de 2018 que recogía el material de 2013 con que había quedado en deuda. Con la consigna “imagen de un viaje soñado” que me pareció lo suficientemente amable, reuní nueve textos de afectos cosechados en los últimos años, y lo sentí como algo refrescante e inesperado, con la tapa de Alejandro Ros en un rosa Kenzo y el diseño de Nicolás Prior.

Prólogo para Rossetti, de Isabel Steinberg

El mandato oculto de cien cartas de amor

Por Amalia Sato En Rossetti, Isabel Steinberg se arriesga.

Es un texto anómalo, fuera de escala en su trayectoria de militante, escritora, investigadora y docente dedicada a estudios sobre psicoanálisis o temas de porte como en su libro El rechazo a los judíos, religión de Occidente. Este menudo libro, Rossetti, es un ejercicio aparte, un escrito vulnerable. Es homenaje a su muerto amado. Isabel se confiesa. Y no le importa mostrar cómo sucumbió a los pases de magia del bello amigo gay, a la seducción, coqueteo y chicaneos de su voz de barítono, al encanto de quien planeó su vida como obra de arte. Rossetti. Raúl Rossetti (1945-2010) fue un escritor y traductor argentino, que nació en Cañada Rosquín, provincia de Santa Fe, estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de Rosario, participó de las puestas teatrales del Grupo Lobo en el Instituto Di Tella; y vivió veinticinco años en Holanda; su primer libro El tiempo pródigo se publicó allí, luego publicó Samsara, Túnez y otras orillas, y Los mandatos ocultos; fue jefe de redacción de la revista Amsterdam Sur; regresó a Buenos Aires, participó de Pasaje a Oriente, narrativa de escritores argentinos; falleció enfermo de sida el último día de otoño hace seis años. Adriana Albi, Salvador Gargiulo y la propia Isabel se encargaron de la edición de El misterioso amor de la brújula, editado por Club Barton, antología póstuma de sus crónicas. Rossetti se entregó a los viajes, con derrotero que parece sinuoso pero que no es sino peregrinaje de iniciación hacia lo protector en espacios y creadores: Brasil y su carnaval, Tanger y Paul Bowles, Marruecos, Nepal, Tailandia, Amsterdam, la India, Borges, Wilde, Alfredo Alcón y tantos etc. En las bios que circulan por la red y que comprimen la intensidad de su vida, figura su colaboración en numerosas revistas, entre las cuales, Tokonoma, que edité durante veinte años y que menciono solo para agregar otro nombre insoslayable y querido a esa trama de contactos con contraseña de nuestro mundo cultural, Luis Thonis, que me lo recomendó y presentó con sus guiños de entendido. Nombre propio, Rossetti, es la marca de este opúsculo arrebatado que pone, como sabía Michel Leiris, en situación de peligro y notable exposición a su autora, la amiga adolescente desde los terribles 70. Sustantivo en italiano, Rossetti es rouges, cosmético para maquillar los labios (de una boca que no habla), ideal para garabatear en rojo sobre un espejo esta última carta de amor. El mandato de las cien guardadas en una caja, que ilusionaron un matrimonio entre gemelos celestiales, se ha cumplido cortés y occitano. Buenos Aires, 5 de febrero de 2017.

Bailarinas (Maihime) de Yasunari Kawabata.

Bailarinas (Maihime) Bailarinas (Maihime) de Yasunari Kawabata se publicó por entregas en el diario Asahi y se editó como libro en 1955 en la editorial Shinchosha. Mikio Naruse, con guión de Kaneto Shindo, la filmó dándole el papel protagónico a la actriz Mieko Takamine. Curiosas son las observaciones de Yukio Mishima, amigo y admirador de Kawabata, que constan en una nota epílogo en la primera edición. Opina que es una novela donde los personajes aparecen, nos intrigan y desaparecen sin que ninguna relación se desarrolle. Yagi, el marido de la protagonista, simboliza al artista, sin duda un demonio pero sin fuerza. Todos padecen ese mismo desvalimiento, como si a propósito el autor desistiera literariamente de todo momento capaz de provocar alguna embriaguez, observa fascinado.

Las dos maihime, dedicadas al ballet clásico occidental, madre e hija, resultan desvaídas: una resignada y retenida por el pasado, la otra una promesa con un futuro no tan promisorio; el mundo activo de la danza que la novela muestra es obra de otros, no de sus acciones sin potencia. Y como leitmotiv funesto Mishima destaca el pez carpa blanco en el Foso Imperial. Le resulta natural que el amante Takehara se preocupe por una mujer que se abisma en la observación de ese pez ominoso, símbolo estético del Nihilismo. Namiko es así una protagonista de teatro noh, una shite elegante y triste que se derrumba pero no con la inflamada infelicidad de Madame Bovary. Kawabata no se mueve de su postura, la vida en su novela se ve así y este es su modo de realismo, que provoca en sus lectores la sensación de “rascarse por encima del zapato” (kakka soyo), es decir, no llegar a capturar nada – como con humor Mishima reconoce-. La tragedia de la desintegración de la familia, del núcleo ie, en la posguerra, un derrumbe que acompaña la democratización del país, es también un tema pero aquí los protagonistas portan la semilla de la destrucción casi independientemente de la época. Yagi como un entomólogo que ama a Namiko, desde su peculiar dimensión de amor, transforma a su mujer en un cisne blanco. Arte y vida cotidiana son enemigos permanentes. Y la mujer que se sacrifica por el arte, se vuelve insignificante, infértil, una mujer piedra (umazume). Estos los juicios de Mishima y esta su conclusión: “Lo bello eterno para Kawabata – y, si lo digo yo, creerán que es un comentario interesado – es el tipo de belleza de los jovencitos: Matsuzaka y su brillo que ilumina como una hada o un efebo griego, o el dios Sagara, o la máscara de Kikujido en El sonido de la montaña. Creo que este es su sueño eterno”. Agreguemos que Bailarinas funciona también como un espejo empañado de la primera obra consagratoria de Kawabata de 1926, La danzarina de Izu (Izu no odoriko), pues en ambas la península de Izu y la ciudad de Shimoda son los destinos finales del relato.

Lugares cargados, por otra parte, de mucha simbología, pues fue el puerto de Shimoda uno de los que debió abrirse a Occidente ante la presión de los navíos negros del Comandante Perry. De la bailarina ambulante y popular de la primera novela, a estas dos practicantes de ballet clásico; del joven escritor que vagabundea por una geografía de montañas, aguas termales y playas, y narra el encuentro con un primer amor, al maduro novelista tomado por la melancolía sin fin de la posguerra en esta novela que transcurre en invierno. Su discurso “Yo, que pertenezco al bello Japón” (Utsukushii Nihon no watashi), pronunciado al recibir el Premio Nobel en 1968, trazó muy claramente el mapa emocional donde Kawabata deseaba perderse.

Amalia Sato/ Mami Goda. Buenos Aires, mayo 2018.

Dos historias fantásticas: La Llorona y Yotsuya Kaidan

Por Guillermo Quartucci, publicado en revista la Tokonoma 7

En todas las sociedades y culturas tradicionales existen historias de aparecidos, en su mayor parte expresadas a través de leyendas que se han transmitido oralmente de generación en generación. México y Japón, en el período histórico inmediatamente anterior a la modernización, es decir, en México en el período virreinal (1521-1823) y en Japón en la época Edo (1603-1868), son particularmente ricos en este tipo de historias.
En el Japón de los Tokugawa eran muy populares los encuentros denominados hyaku monogatari, en los que la gente se reunía para intercambiar historias de miedo, especialmente en las tórridas noches de verano. Cada uno de los participantes (que no tenían que ser cien, cien en este caso significa muchos) se sentaba frente a una vela encendida, que debía ser apagada en el momento en que terminaba de narrar su historia. Con la última historia contada y la última vela apagada, la oscuridad de la noche se adueñaba del espacio y volvía al ambiente propicio para experimentar esa particular sensación del “placer del miedo”, como la denominaba Lafcadio Hearn.
En el período Edo, en Japón se produjo un boom literario de publicaciones dedicadas a este tipo de literatura, con antologías que recogían historias fantásticas autóctonas, historias importadas de China e historias importadas de China adaptadas a la idiosincrasia japonesa. También el teatro kabuki, el bunraku y las recitaciones de kaidan y kôdan eran pródigos en este tipo de narraciones, especialmente en la última etapa del período, cuando la descomposición del sistema (es decir, durante el bakumatsu) provocó una mayor demanda de temas bizarros y fantásticos. Asimismo, contribuían a este fenómeno las condiciones de vida de la época y el valor de sugerencia de unas ciudades, donde todavía era muy difícil desterrar las sombras de la noche y su consecuente carga de temor y fantasía.
En México, durante el Virreinato, si bien las historias fantásticas no tienen el alcance editorial de las japonesas, hay numerosos testimonios de un gran corpus de leyendas de aparecidos que la gente gustaba relatar en ciertas ocasiones sociales, cuando el grupo se reunía para celebrar algún acontecimiento y la oscuridad de la noche hacía propicio el momento para adentrarse en compañía en el atractivo mundo de lo oculto. Escritores del siglo XIX dejan asentado en sus memorias de la infancia, las veladas que solían pasar junto a otros niños, donde nunca faltaba una abuelita o una nana que se dedicara a entretenerlos con historias de terror.

El romanticismo del siglo XIX

Si bien las historias de fantasmas, con el propósito manifiesto de provocar la sensación del miedo, tanto en México como en Japón, nacen en los siglos anteriores, es a partir de la modernización cuando cobran un nuevo significado. La modernización de Japón comienza a partir de la Restauración Meiji, en 1868, y la de México con la Restauración de la República, en 1867, y a ambas fechas siguen cuarenta años de relativa paz y prosperidad que permiten a los círculos de escritores comenzar a plantearse de una manera novedosa las cuestiones del quehacer literario.
En los primeros años hay una euforia racionalista y positivista que lleva a los escritores de ambos países a rechazar Edo y el Virreinato, como épocas de oscurantismo y superstición que impiden el avance de la ciencia y las fuerzas sociales progresistas. En Japón, con el lema de “civilización e ilustración” (bunmei kaika) y en México con el de “orden y progreso”, ambos lanzados desde arriba, se logró movilizar durante dos décadas a los grupos sociales más progresistas, incluido el de los intelectuales. Sin embargo, hacia la última década del siglo XIX, surgieron pensadores, literatos y artistas que, velada o abiertamente, criticaron la vacuidad del presente y se refugiaron en el pasado como una forma romántica de escapar a lo que ya se vislumbraba como fracaso del positivismo. Se inicia así lo que podría considerarse un desarrollo tardío, si se compara con Europa, de la corriente romántica.
En el retorno nostálgico a Edo y el Virreinato, y sobre todo en el rescate de las viejas historias de terror y espanto que parecían haberse disipado con la llegada de la electricidad y los tranvías, algunos finos intelectos de la élite de Japón y México lograron la hazaña de impedir que se perdiera la riquísima tradición fantástica, sobre todo de sus vetustas capitales. Las callejuelas de Edo, pobladas de seres extraños que medraban amparados en las sombras, y los rincones apartados de la “muy noble y benemérita ciudad de México”, la capital colonial de la Nueva España, volvieron a ser escenario de historias prodigiosas como las que habían provocado el encanto y el terror de los antepasados, esta vez al filo del siglo XX. Son precisamente dos de estas historias, inmensamente populares en Japón y en México, incluso en nuestros días, el objeto de análisis de este trabajo: La Llorona y Yotsuya Kaidan.

La Llorona

De esta historia, como de todos los relatos populares que se han transmitido oralmente de generación en generación, existen varias versiones. Sin embargo, dos son las que han prevalecido. En la más antigua se decía que la Llorona era el espíritu errante de la Malinche, la amante indígena e intérprete del conquistador Hernán Cortés, quien había sido un factor determinante, junto con su pueblo, los tlaxcaltecas, en la derrota por los españoles del Imperio azteca encabezado por Moctezuma, en la tercera década del siglo XVI. Consumada la conquista y muerta ya Malinche, se aparecía en las noches su espíritu errante en las calles de la flamante capital de la Nueva España, llorando y lamentándose, arrepentida de haber contribuido a la derrota del pueblo hermano de los aztecas. Su llanto se escuchaba en todas las casas de la traza española, infundiendo el terror de cuantos lo oían, y muy pronto comenzó a correr la versión de que quien la veía enfermaría gravemente, perdería la razón o simplemente moriría. La aparición se producía en las noches de luna, cuya claridad hacía resaltar la figura de la llorosa mujer, envuelta en una delgada túnica blanca y con el cabello negro y revuelto, lo que acentuaba su carácter espectral. El fantasma, después de recorrer las calles desiertas de la ciudad aterrada, se perdía en las aguas del todavía existente lago de Texcoco. Esta versión tiene su principal exponente en José María Marroquí, cuya Llorona data de 1876.
La otra versión de la Llorona, que es la que ha llegado a nuestros días, es más útil para compararla con Oiwa, la desdichada heroína de Yotsuya Kaidan. En esta versión, la Llorona es Luisa, una guapa mujer mestiza que tiene dos hijos fruto de sus amores con un hidalgo español afincado en México. La dicha parece presidir la vida de la pareja, hasta que un día el hombre le confiesa a su amante que va a casarse con una española que acaba de llegar expresamente a México y que, además, quiere a sus hijos. La mujer, desesperada, trata de retener al hombre de todas las maneras, pero ante el fracaso, ahoga a los niños en el lago de Texcoco, e inmediatamente se suicida. Pasado el tiempo, su espectro errante se desplaza llorando a gritos por las calles de la ciudad, reclamando a sus hijos, sembrando así el terror entre sus habitantes.
Como en la otra versión, su vista puede provocar la enfermedad o la muerte, e igualmente, el fantasma se pierde en las aguas del lago. La versión en verso de Vicente Riva Palacio y Juan de Dios Peza, de 1884, opta por esta interpretación de la historia, aunque es la de José María Roa Bárcena, de 1857, la que mejor la cuenta, enmarcándola en comentarios acerca de las creencias del pueblo.

Yotsuya Kaidan

De esta historia también existen variantes, pero básicamente se reducen a dos: la pieza teatral de kabuki de Tsuruya Nanboku IV, Tôkaidô Yotsuya Kaidan, representada por primera vez en 1825, y una narración presuntamente real de los hechos que apareció en 1829, aprovechando el éxito de la pieza de Nanboku, y que describe los hechos reales que dieron lugar a la erección del santuario shintoista de Oiwa Inari, en Yotsuya.
La versión de Nanboku nos habla de Oiwa, una bella y filial muchacha, hija de un carpintero, que decide casrse con un rônin, Iemon, quien es adoptado por la familia ante la ausencia de herederos masculinos.
Iemon, un hombre ambicioso, no está satisfecho con el matrimonio, menos cuando nace el primer hijo, que lo molesta con su llanto. Además, Oiwa sufre las consecuencias del parto y debe permanecer todo el tiempo en cama. La nieta de un acaudalado vecino pone sus ojos en Iemon, pero para unirse a él trama, junto con su abuelo y el samurai, la forma de quitarse del medio a Oiwa. Con la excusa de que va a recuperar su salud, hacen beber a Oiwa un poderoso veneno, que a las pocas horas desfigura horriblemente una parte de su cara y le hace caer la mitad del cabello. Transformada en monstruo, se suicida. Cuando Iemon la encuentra, la clava en una tabla, junto con un criado fiel que descubre el engaño y es asesinado por Iemon, y arroja a ambos al río. La noche en que intenta consumar su amor con la nueva esposa, ésta se transforma en Oiwa y Iemon le corta la cabeza con la espada, para descubrir, aterrorizado, que no es Oiwa. El abuelo de la muchacha oye los gritos y cuando se aparece en la puerta del cuarto donde se ha cometido el crimen, Iemon ve en él al criado asesinado días atrás, y también lo mata con la espada. Al darse cuenta de lo que ha hecho, huye de Edo, pero al pernoctar a la orilla del río, de pronto surgen de las aguas los fantasmas enfurecidos de Oiwa y el criado, que dan cuenta de él. James de Benneville publica en 1921 una versión en inglés de esta historia que sigue en parte a Nanboku, pero que incorpora elementos aportados por la versión en kôdan de finales de Edo, también muy famosa.
La historia del santuario shintoista de Oiwa Inari, de 1827, retomada por Tanaka Kôtarô, en la década de los veinte de este siglo, cuenta que Oiwa, hija de un samurari de bajo rango, funcionario policial, enferma de niña de viruelas, como resultado de lo cual su rostro queda desfigurado y pierde un ojo. Cuando llega el momento de casarla, conociendo las dificultades que la fealdad de su hija entraña, arregla mediante un nakôdo unirla a una samurai desempleado, joven y simpático, Iemon, que anda buscando rehacer su suerte y se convierte así en el heredero de la familia de Oiwa. Un samurai amigo de Iemon, cuando se entera de que una de sus dos amantes está embarazada, pide a Iemon que se case con ella, para lo cual debe repudiar a Oiwa. Cuando ésta sabe la verdad, enfurecida, desaparece, y vuelve a aparecer, como fantasma vengativo años después, cuando ya la familia de Iemon ha aumentado en varios hijos, para ir acabando uno a uno con ellos, incluidos Iemon y su esposa, hasta borrarlos de la faz de la tierra. La superstición popular convirtió a Oiwa en un fantasma que, como la LLorona en México, aterrorizaba a los vecinos de Yotsuya, en Edo, al punto de matarlos del susto. Para apaciguar el espíritu errante de Oiwa, se levantó el santuario de Oiwa Inari, y con la veneración de su memoria, el fantasma dejó de aparecer.

Los fantasmas enfurecidos de la Llorona y Oiwa

En las dos historias que se acaban de narrar hay varios elementos comunes que hacen interesante intentar una comparación de dos culturas tan alejadas en el espacio, como son las del México virreinal y el Edo de los shogunes, no obstante, paralelas en el tiempo.
En primer lugar, el aspecto de estas dos mujeres despechadas, cuya furia y muerte antinaturales hacen que vuelvan a manifestarse en este mundo, para terror de los vivos: ambas, según la mayoría de las descripciones, aparecen con una túnica blanca y vaporosa, vestimenta talar de la Llorona, propia de los religiosos de la época, mortaja con que se envolvía a los muertos en Japón, la de Oiwa. Ambas presentan la larga cabellera suelta y desordenada, y su gesto es tan horroroso que nadie que las haya visto puede escapar a la locura o la muerte.
Asimismo, ambas mujeres en su peregrinar emiten gritos aterradores, de llanto en la Llorona, de risa sarcástica en Oiwa, que hielan la sangre de cuantos los escuchan.
También el marco en el que aparecen es muy similar: la antigua traza (centro) de la ciudad española en México y las colinas de Yamanote en Edo. Ambas ciudades, en la época premoderna, estaban casi totalmente en penumbras y la sombra de los palacios de los hidalgos españoles y de las iglesias y conventos, en México, y de las residencias (yashiki) de los samurai y los templos budistas y santuarios shintoistas, en Edo, se transformaban en formas ominosas para la imaginación popular. También ambas ciudades estaban atravesadas de canales y acequias que las hacían más sugestivas.
La hora es la medianoche: cuando las campanas de la Catedral dan las doce, en México; cuando llega la hora del buey (ushimitsudoki, la una de la mañana en el actual horario) en Edo, momento en que aparecen los fantasmas. Lo avanzado de la noche, además de propicio para el recogimiento, favorece la aparición de criaturas extrañas. Todavía las ciudades no cuentan con un sistema de alumbrado público, con lo que la noche continúa siendo el marco perfecto para el horror y el misterio.
En cuanto a las razones por las cuales estas dos mujeres no pueden encontrar la paz después de muertas, tanto en La Llorona, como en Yotsuya Kaidan, hay elementos comunes de naturaleza social y de creencias religiosas que hacen interesante la comparación.
Ambas historias ocurren en las zonas donde habita la clase social que ostenta el poder: los españoles en México, los samurai en Edo. Siempre ha habido en la imaginación popular una marcada preferencia por situar las historias más atractivas donde los ricos y poderosos viven, en una muestra clara de la fetichización del dinero y el poder. Desde el punto de vista de la tensión narrativa, el marco que prestan las áreas donde vive la gente importante, con sus edificios majestuosos e imponentes, acrecienta la eficacia del relato. Estas historias permiten al narrador de extracción popular, adentrarse, aunque sea con la imaginación, en espacios de otra manera vedados a su condición social y donde el que detenta el poder es el malvado: véase al hidalgo que seduce a la mestiza Luisa, la infeliz Llorona, o el samurai que engaña a la fea Oiwa, el desdichado espectro de Yotsuya.
Por otra parte, este tipo de narración popular, a falta de otra calidad positiva del sexo femenino que no sea la de madre abnegada y fiel esposa, convierte a la mujer, objeto pasivo de la lujuria y ambición del hombre, cuando se enoja, en una erinia capaz de aterrorizar a toda una comunidad con su sed de venganza, y en su versión extrema, un fantasma furioso que no logra la paz hasta que todos le rindan el homenaje que en su condición de mujer, el ser irracional por excelencia, se le negó en vida. El concepto de onryô, espíritu furioso, en japonés, es muy útil para definir la actitud de estos seres que existen en todas las culturas.
Tanto en la creencia cristiano-católica, como en la budista-animista populares, las personas que mueren en circunstancias violentas o bajo los efectos de una pasión muy fuerte, no pueden alcanzar la paz post-mortem hasta que se apague su estado de confusión. En el rito católico son las plegarias por las ánimas del Purgatorio – adonde van a parar los que mueren carentes de estado de gracia – las encargadas de restaurar la paz de los espíritus. En el budismo-animismo, muy mezclado en Japón, el alma de los muertos alcanzará la paz en su mundo de sombras cuando se les construya un monumento funerario, y se rece lo suficiente como para calmar su desdicha. No hay peor cosa que morir mientras se padece el sentimiento de urami. Urami, que significa resentimiento, rencor (grudge, en inglés), es junto con onryô, un concepto aplicable con mucha utilidad a otras culturas.

Mario Lunetta y el departamento de Mario Praz.

Casas maravillosas de personas excepcionales por Amalia Sato

Mario Lunetta (Roma, 1934) es un crítico literario y de arte, colaborador de programas culturales de la rai y de decenas de diarios y revistas italianas y extranjeras, además de poeta, narrador y ensayista; dueño de una ¨escritura ininterrumpida¨, al decir de Francesco Muzzioli, que atraviesa felizmente todos los géneros. En su libro-galería, Le dimore di Narciso (Las moradas de Narciso, 1997), en quince capítulos-estaciones narra la relación de ciertos individuos excepcionales con sus casas. Aquí presentamos el capítulo dedicado a Mario Praz (1896-1982, Roma), profesor, crítico, historiador del arte, autoridad en literatura inglesa y cultura europea, a quien en 1962 la reina Isabel II nombró Caballero del Imperio Británico, y cuyo Palazzo Ricci así como su persona inspiraron a Visconti en su film “Gruppo di familia in un interno”. Praz fue un erudito que disfrutaba como pocos creando mansiones escenario, donde el horror vacui no daba tregua a la mirada. Romantic Agony (1933)( traducido como La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica) y La casa della vita (La casa de la vida) donde su mansión de la via Giulia y sus objetos son narrados amorosamente, deben figurar entre los libros más bellos del siglo XX. Decía: “Mientras haya cuatro paredes que conserven el aroma de nuestra desvanecida Europa, será dentro de ellas donde desearemos morir”. Una añoranza que cualquiera que guarde profundas memorias de un espacio felizmente habitado comprenderá. En traducción exclusiva para Damiselas, este texto que conjuga a dos brillantes Mario. Mario Praz. El departamento es un estado de ánimo Por Mario Lunetta Si tan solo hubiera sido un estudioso de la literatura y cultura inglesas habría sido, como de hecho lo fue, uno enorme e inimitable. Pero Mario Praz fue algo más: alguien para quien su agudísima especialización no fue jaula sino soberano pretexto para hablar de otra cosa y ver otros espectáculos, mayores o menores, de la historia marmórea o la crónica volage; capturó quimeras y unicornios invisibles a la mayoría, o saboreó manjares de la inteligencia y del gusto inevitablemente antes y mejor que sus contemporáneos.

Quien lo ama como uno de los autores más grandes de nuestro siglo no solo italiano, sabe que su escritura cultísima y al mismo tiempo permeada de gran desprejuicio, modelada sobre una mezcla carnal sólida atravesada por hilos de luz sutiles, tiene la gracia sinuosa de una melodía de clavicémbalo y la brusca energía de quien no soporta nada que sea estupidez, vana presunción, pedantería o falta de estilo. Este entramado de prodigiosa sabiduría y de infalible talento sinestésico lo vuelve, para la Academia italiana de su tiempo, tan profundamente empapada con ¨el simplismo crociano¨ para él insufrible, en alguien sustancialmente ajeno y, hasta en su amadísima ciudad, extranjero.

Praz no es un nostálgico de la historia difunta, un puntilloso laudator temporis acti ciego ante los embrollos del presente. Fija polvo y cenizas, para obtener no una vacua elegía sino una confrontación concisa ¨sobre el trazo de la huella ardiente de los miles de caballeros del Apocalipsis, cuyo fragor parece ser el único aire perceptible en nuestro cielo teñido de sangre¨, como dice en ese libro íntimo y teatral que es La casa de la vida; y los fija, incansablemente, tal vez a través de la mirada tiresíaca de la Tierra baldía de Eliot, que tan admirablemente tradujo: ¨Yo Tiresias, aunque ciego, palpitante entre dos vidas, / Viejo con marchitos pechos de mujer, puedo ver / En la hora violeta, la hora de la noche en que uno se atormenta / Con el regreso, y que lleva a casa al marinero del mar / A la dactilógrafa a la hora del té, levantando la mesa del desayuno, encendiendo / La hornalla, y sacando las latas de comida en conserva (…) Yo Tiresias, viejo con pechos, / He observado la escena, y predicho el resto… ¨ Aquí, en este incansable ver el pasado con los ojos del presente, mezclando el presente con la belleza y el horror del pasado, reside el secreto del Praz más inaprehensible, de su inteligencia con rasgos de extorsión benévola, de su perspicacia de lector crítico y siempre – a la vez e inseparablemente – de su saber de coleccionista. Saber que aúna competencia y amor de connoisseur, intuición de detective y seriedad de método. ¨Conocedor de todas las literaturas del mundo¨ lo definió cierta vez Emilio Cecchi, que fue su amigo con intermitencias en el curso de su relación.

Y Giovanni Macchia afirma con exactitud que de a poco ¨junto al libro, tomaba siempre mayor consistencia en su vida el amor por el objeto, sobre todo por el objeto que le aportara el misterio un poco fúnebre de la existencia cotidiana de una época inexistente, objetos amados no solo por bellos, sino por haber sido salvados milagrosamente del naufragio. La figura del estudioso cedía mayor relieve a aquella del coleccionista, el cual se apartaba con infinita distancia en esta su pasión, que era una sola cosa con su doctrina, de casi todos los colegas que, fuera de sus bien cultivados huertos, no comprendían nada de cuadros, muebles, cristales, porcelanas, estatuas de cera y todas las formas de un estilo que él adoraba: el estilo Imperio¨. Decía Robert de Montesquieu que el departamento es un estado de ánimo, y en ese libro cargado de voluptuosidad espiritual y de éxtasis visuales y táctiles que es La filosofía de la decoración, Praz le hacía eco al afirmar que la casa es una proyección del Yo.

El estilo Imperio, que en los años de juventud de nuestro escritor se consideraba algo inferior despreciado por anticuarios y coleccionistas, fue para él una iluminación fulminante, un verdadero coup de foudre. Además del homenaje mayor que le tributa en una obra magistral como Gusto neoclásico (1939), en la que declara: ¨Es un período que aprecio tanto que no lo puedo juzgar: mientras que la mayoría lo juzga con ligereza, sin siquiera animarse a experimentarlo¨; son testimonio de la impertérrita persistencia de esta llama todos sus libros, desde La casa de la vida ante todo, a Jardín de los sentidos, del Pacto con la serpiente a Voz tras la escena, que es una incomparable ¨antología personal¨, y Los rostros del tiempo así como los capítulos y ensayos, editoriales e incontables artículos, en los que al final, al igual que Mallarmé que estaba convencido de que el mundo existía para convertirse en libro, para Praz todos los estilos existen solo para ¨precipitarse¨ en el gusto neoclásico y el estilo Imperio. Dotado de un humour que sería banal definir como británico, y de un amor por la paradoja que no se preocupaba por provocar el aplauso, este hombre que no era para nada un personaje ornamental, este gran intelectual-artista para nada llamativo, ocultaba en lo profundo un soberbio sentido de la propia dignidad de citoyen, y se permitía decir, desdeñosamente, que nuestra época ¨calificaría de increíble o heroica a una persona que solo cumple con su deber¨ (La casa de la vida). Su vanidad, si es que la tenía, el coleccionista Praz la desarrollaba por completo en la belleza y rareza de los objetos que amaba, y entre los cuales le complacía vivir. ¨Apasionado como soy por la decoración, tengo poca simpatía por las decoraciones oficiales, espectaculares, en las que las proporciones de los objetos se esfuerzan con ingenua elefantiasis por dar sentido a la importancia de los propietarios de los casas¨. Su leyenda se construye sobre el Buen Gusto y la inteligencia policéntrica con que, como formidable erudito y estilista finísimo, ha renovado en nuestro siglo XX la figura del ensayista a la Lamb o a la De Quincey, sin olvidar el ejercicio sin tregua de la mirada y la cabeza ante el caleidoscopio de todos los escenarios del mundo, en consonancia con el amadísimo Montaigne. Y no creo que sea temerario, ardor ideológico aparte, ver en el autor de La muerte, la carne y el diablo en la literatura romántica, en el coleccionista de estatuas de cera, en el ¨anticuario¨ sui generis, en el recolector maníaco de camafeos, siluetas y casas de muñeca, daguerrotipos y autómatas, a uno que por tantas composiciones se aproxima al Walter Benjamin enamorado de las pequeñas excentricidades del bric-a-brac, de las muñecas de materiales pobres, las antiguallas encontradas en los mercados de pulgas, y sobre todo – tal como nuestro escritor – de las citas: al grado de imaginar un libro compuesto exclusivamente con citas. Espléndido sueño visionario. Escrúpulo paradójico y, en el fondo, catastrófico. Anulación del autor. La insostenible constipación del mundo exorcizada homeopáticamente con sus propias materias desmesuradas, desparramadas sobre la página sin solución de continuidad. Para Praz el mundo era, al final, una secuencia de infiernos. Y la casa puede volverse, como dice, un ¨paraíso artificial¨. ¨La vida de un hombre ¿qué es, confrontada con la de sus mudos compañeros: sus muebles, todos los objetos que fiel y silenciosamente lo acompañan a él y a su familia, por generaciones? El hombre pasa y el mueble queda: queda para recordar, testimoniar, evocar al que ya no existe, develar tal vez algunos secretos celosamente guardados que su rostro, su mirada, su voz escondían tenazmente¨. Esto se lee en Souvenirs de Savinio.

Y Praz coincide, cuando en La casa de la vida declara: ¨mi intención como coleccionista ha sido, como consignaron bajo una foto de Joyce, ´escribir el misterio de uno con el mobiliario´¨. La del gran ensayista es, más que una ¨filosofía¨, una épica de la decoración dividida en dos etapas: la del Palazzo Ricci en la calle Giulia (1934-1969) y la del Palazzo Primoli, en el cual vivió hasta 1982, año de su muerte. En estos lugares a su modo mágicos, en estos domésticos ¨paraísos artificiales¨, con el contacto cotidiano cargado de gula y en las páginas de sus libros, el erudito singularísimo que es Mario Praz ha dado vida a sus muebles y objetos llenos de misterio alquímico: operación que no podía realizar si no él: ¨un erudito – como dice Arbasino – que es también escritor: archivista-catalogador entregado no a las modas sino al Gusto, no a la pedantería y la pesadez y la moralina superficial del literato italiano ´convencional´, sino al fascinante capricho, a la excentricidad encantadora …¨ (1967).

Unos años antes, con gran precisión, Edmund Wilson comentaba: ¨Clasificar a M.P como crítico literario y especialista en cultura inglesa es un gran malentendido sobre su papel. Se lo debería considerar ante todo como artista, y ni siquiera como artista literario, pues los resultados de su actividad como coleccionista de muebles, cuadros y objets d´ art son parte de una obra tan valiosa como sus libros. Es un artista y una personalidad única que se expresa a través de su propio arte conectándose con cualquiera sea el asunto que trate…¨. Y es así que en la obra del escritor, sus casas-museo resplandecen de protagonismo efervescente e inquietante como los más extraordinarios de sus libros. Invitan a decir, parafraseando a la inversa el aforismo de Wilde, cómo Praz ha puesto el propio genio en las obras y el talento en la decoración. El estudioso considera con la misma pasión competente un soneto de Shakespeare y un cuadro de Marguerite Gérard, un poema de Keats y una espléndida biblioteca Regency en madera de rosa, una consola o un reloj con una miniatura de Byron y un pasaje de Addison, un mueble para libros proveniente de Capponcina, una cera policroma del siglo dieciocho, un retrato de Ugo Foscolo de Fabre y un fragmento de Tennyson, un trofeo de armas, un protector de brasas de chimenea decorado, un tintero Restauración, un perfil de Murat en plata, una acuarela, una escultura, un pianoforte Érard, una terracota, un escritorio, un portamaceta, una vitrina napolitana con porcelanas y una cita de Ruskin: evocando de cada uno de los incontables ¨fragmentos¨ que animan sus moradas y que les dan esa encantadora ambigüedad ¨protegida¨, como de teatros fuera del tiempo, historias, giros, yuxtaposiciones peregrinas, iluminando génesis y pases de mano, concediéndoles una dignidad histórico-estética, antropológica y de hábito, que solo una pluma de límpida energía como la suya podía lograr.

La fascinación de las casas de Praz remite constantemente a sus libros, y viceversa: en un juego de espejos ininterrumpido, con un efecto de trompe l´oeil dramático-narrativo, erótico-funerario, sarcástico-paradójico. Un efecto de prestidigitador: del maestro de trucos consumado que, en el fondo de todas sus estupendas extravagancias, conserva siempre en lo profundo el sentido de la muerte dentro de la vida, y de la verdad posible dentro de la muerte. Hoy, al fin, la casa de Praz en Palazzo Primoli en Roma se ha convertido en museo bajo la tutela de la Superintendencia de la Galería Nacional de Arte Moderno. Todos pueden disfrutarla, seguramente mejor después de haber leído con amorosa dedicación esa guía mediúmnica que es La casa de la vida, recientemente republicada por Adelphi. Obtendrán una experiencia inolvidable, una cantidad de estímulos, un placer del texto y del contexto de especie superior. A dos pasos, recuerda Praz, se hospedó Montaigne cuando fue a Roma, hacia fines de 1580: exactamente en el Albergue del Oso. Y en los alrededores de la iglesia de Santa Lucía della Tinta habitó por algún tiempo James Joyce en 1906, que no logró enamorarse de la Ciudad Eterna. ¨ Y si el Palazzo Ricci se identificaba con la casa donde Henry James hizo vivir al desgraciado matrimonio Osmond en Retrato de una dama – escribe Praz -, en esta mi nueva morada desde la ventana de un corredor que toma en toda su extensión la Callejuela de los Soldados, veo al fondo de la graciosa curva de la callecita la Torre de la Mona, con la Madonna en el tabernáculo con forma de almendra, donde Nathaniel Hawthorne hizo habitar a Hilda la Paloma, la falsificadora de cuadros del Fauno de Mármol¨.

La terraza cubre por completo el techo de este edificio napoleónico; y el escritor se demora, en un crescendo de éxtasis sensual, con la mirada de un paisajista experto en las maravillas que logra abarcar: ¨Al subir se tiene una de las tantas bellas vistas de Roma desde lo alto de una terraza. Hay tantas y ya hablé en otra ocasión. Esta de Palazzo Primoli es vasta, y hacia el norte y el este muestra la curva del Tevere, las casas del Pasaje de Ripetta, las robustas cúpulas de la iglesia de la Plaza del Popolo a la entrada de la avenida, Santa Maria de los Milagros y Santa Maria en Montesanto, los campanarios de la iglesia griega de San Atanasio en Calle del Babuino, la cúpula de San Carlo en la Avenida, y más allá, la hilera de los jardines, Villa Borghese y el Pincio, el Casino Valadier, Villa Medici, Trinità dei Monti, y el mirador del Quirinale, el reloj de Montecitorio, la cúpula de Sant´Antonio de los Portugueses (en la época de Montaigne se hablaba de matrimonios entre varones portugueses); y al sur el imponente grupo de cúpulas de San Carlo a´ Catinari, de Sant´Andrea della Valle, de Sant´Agnese, la espiral de Sant´ Ivo, la galería del Palazzo Altemps coronada por el macho cabrío heráldico. Y la vista hacia el oeste, que encuadra San Pedro y Castel Sant´Angelo, decae en un primer plano con esa ¨joya de iglesia gótica¨, como la llamaba un americano que deploraba que no estuviera incluida en la guía, que es la iglesia del Sacro Cuore del Suffragio (en la sacristía se conservan telas chamuscadas de las almas del Purgatorio), con la Casa Madre de los Mutilados y con el Palazzo de Justicia que, enorme desde aquí arriba, pareciera proclamar: ¨Vean con cuántas piedras estoy construido¨, pero resulta tolerable desde las ventanas de mi departamento solo por evocar, al menos para mí, la Avenue de l´Opéra¨.

Un ´exterior´ cumplido por el gesto de un escenógrafo excepcional, grandioso así como minuciosos de maravilla son tantos ¨interiores¨, en vivo o en la página, armados por ese mago que es Praz. ¨Inteligencia imperfecta – decía de sí el escritor – Talento más intuitivo que sistemático¨. Personalmente, tiendo a creer que bromeaba: con la misma ligereza plena de ironía y juego, por ejemplo, que expresa la araña en forma de globo aerostático de su sala comedor, allí, en el encanto de Palazzo Primoli. (de Le dimore di Narciso, por Mario Lunetta, Colezione Centominuti, RAI, ERI, 1997, Roma)

Traducción del italiano: Amalia Sato

Fosco Maraini. Casas, amores, universos.

Fosco Maraini (1912-2004) Etnólogo, orientalista, alpinista, fotógrafo, escritor y poeta. Florentino y ciudadano del mundo. Niño rebelde y vivaz, interesado en los libros sobre Oriente que atesora la madre inglesa, testigo de las conversaciones de su padre escultor con sus amigos, los refinados ingleses italianizados de Toscana, “aburridas visitas” a los ojos del pequeño, como D.H.Lawrence, Bernard Berenson o Aldous Huxley. El conocimiento de Giuseppe Tucci con quien comparte una expedición al Tibet será uno de los estímulos para periplos sin fin que lo llevarán también a Japón antes de la guerra. Allí pasará años con la bella esposa Topazia , pintora siciliana y sus tres hijas Dacia, Yuki y Toni, será lector de italiano en las universidades, investigará la cultura ainu, tendrá residencias en Sapporo y Kioto. Al estallar la guerra, por negarse al igual que su mujer a jurar lealtad a la República de Salò, lo internan con toda su familia en un campo de concentración en Nagoya. Como protesta ante las inhumanas condiciones de vida en el lugar, se corta el dedo meñique de la mano izquierda ante los comandantes, gesto que le vale contar con un huerto y una cabra. Así de arriesgada fue siempre su vida. En esta novela autobiográfica, Casas, amores, universos, él es Clé y Topazia Malachite; los modos de esa primera mitad del siglo XX, los tiempos gentiles de un mundo académico donde es un privilegiado, el inquieto panorama intelectual de un Japón objeto de estudio y de placer por parte de los estudiosos extranjeros allí establecidos , narrados demoradamente por este “maestro italiano de nuestro tiempo”, en la valoración del Premio Nomina que le concedieron en su país. En otro de sus libros, Giappone Mandala, (Japan: Patterns of Continuity, en la traducción al inglés) buscaba la conjunción de fotos con ideogramas, creando su personal Imperio de los signos. La cubierta de Mondadori para Case, amori, universi, del cual presentamos un fragmento, muestra una foto de su autoría: un equilibrista subido a una escalera desafiando el vacío. La lutta col nulla. “Liberado de la gravosa esclavitud de la crónica al microscopio”, el testimonio de quien vivió,como gustaba decir, construyendo puentes entre su “endocosmos” y el “exocosmos”.

Los años del Sol Naciente: Kioto Las cosas del Japón, tan diferentes de estas de nuestra Europa y de las de casi todo el mundo… A. Valignano, El Ceremonial para los Misioneros en Japón (1565, ca) … este infernal país que es Japón, donde todo es Lenguaje, todo signo, del mito a la sopa, de la ideología a la vida! A. Abrasino, “Corriere della Sera”, 2 abril 1975. Qué maravillosa experiencia es para un egiptólogo, entrar en contacto directo, en Japón, con una civilización viva que puede compararse, desde cierto punto de vista, con aquella de la que admiramos y estudiamos las obras de otros tiempos. En el Egipto faraónico, así como en el Japón de ayer y casi todavía en el actual, una nación se integra al cosmos culminando en un Emperador, él mismo en relación con los dioses. J. Leclant, Reflexiones de un egiptólogo en un Santuario Shinto. Nuestro Japón es tierra de dioses, tierra de fe. Por eso plantas, pájaros, animales, insectos, piedras se multiplican y son más bellos que los de otros países… Hiraga Gennai. 1. En el barrio Pozo del Pájaro que vuela En 1941 regresar a Italia se había vuelto imposible: todas las comunicaciones internacionales estaba bloqueadas por al guerra. Mientras tanto la beca de estudio del gobierno japonés llegaba a su fin y no estaba prevista ninguna renovación. Clé y su familia se habrían encontrado en serias dificultades, si la universidad de Kioto no hubiera ampliado su programa de enseñanza de italiano disponiendo el agregado de un lector nativo. El puesto se lo ofrecieron a Clé, quien lo aceptó como única solución a sus problemas y a los de su familia.

La partida de Sapporo fue a fines de abril. En la estación se había reunido una pequeña multitud de amigos y conocidos para saludar a Malachite, Dafne, la pequeña Yuri y Clé. Estaban presentes claro los adorables Lane, Matilde cuyo nombre pronunciaban Machirudo, el profesor Hecker con su hijo adoptivo Yoshiro y su novia Hiroko, Hiro Miyazawa, el jovencito Takeda, así como algunos compañeros de alpinismo y de esquí, del Club Alpino Académico de Hokkaido y del Club de Esquí de Sapporo. El profesor Kodama había enviado a su asistente en representación del Instituto de Anatomía de la universidad de Hokkaido, del cual formalmente Clé era miembro. Ninguno de los Ainu había venido desde sus lejanas aldeas (demasiada distancia y poco dinero), pero unas doce cajas que contenían casi quinientos objetos ainu, recogidos por Clé durante sus años ainu en Hokkaido, ya habían sido enviadas a Kioto. (Una afortunadísima serie de circunstancias permitió a Clé salvar la colección, de gran valor etnográfico, de los peligros de la guerra, y de los propios de un viaje larguísimo, logrando acercarla a Florencia, donde más tarde, en 1954, encontró su lugar en el Mueso de Antropología y Etnología de la universidad). El día se presentaba sereno, con un pertinaz vientito del norte. Todas las montañas en torno a Sapporo, blancas por la nieve. Clé las observaba con nostalgia: “¡Adiós monte Teine, donde Hiro y yo tuvimos la experiencia de acampar en un iglú!”. Y poco después de la partida aparecieron en las ventanillas del tren los volcanes apagados de Niseko, recorridos tantas veces despreocupadamente a lo largo y a lo ancho. ¡Cuántas hilachas del corazón abandonadas para siempre entre esos montes solitarios y remotos! Malachite y Clé conocían Kioto, pero solo como turistas, por su visita a la ciudad en otoño de 1939. Ahora había que establecerse allí por tiempo indeterminado, tal vez un largo tiempo, y sobre todo había que buscar una casa. Por suerte los medios no disminuían; el sueldo de un lector extranjero era bastante mejor que el de un profesor japonés. Y además – ¿por qué no recordarlo con gratitud?- , el doctor Raimondi había conseguido para Clé un suplemento adicional, tramitado ante el ministerio de Asuntos Extranjeros y la Embajada, el cual ayudaba mucho a Malachite y a las niñas en sus necesidades. La conducta del doctor Raimondi en Florencia era por cierto la de un generoso Júpiter Olímpico que sentenciaba: si te ayudas, Dios te ayuda. En todas partes, en el panteón de los laicos había un Kami, un dios menor, destinado a las casa, y Clé pensaba a menudo sonriendo: ¡Seré su fiel devoto! Desde su nacimiento el muchacho había tenido siempre la fortuna de vivir en lugares casi ideales; la villa de Ricorboli ni qué hablar, o la más nueva en Gelsomino con sus encantos, la torre de Marsili, la Granja de Saraillon en Aosta, la casa de la Calle Once en Sapporo… A todas las había adivinado ese Kami bribón y benevolente. ¿Sucedería ahora de nuevo? Por el momento, Clé – una vez ubicadas Malachite y las niñas en un hotel de Tokio – se había instalado en el así llamado Club de la universidad de Kioto, un pensionado donde le brindaban las mejores condiciones. Fue allí donde conoció a los Uriu, una joven pareja sin hijos: él era corresponsal del diario “Asahi”, y ella trabajaba en el Club como jefa de personal. Miki Uriu era bastante alta para ser una japonesa: delgada, graciosa, sonriente, extremadamente emotiva, pasaba de las lágrimas a la risa varias veces en pocos minutos de conversación. Vestía siempre kimonos del sobrio gusto shibui. “Quédese tranquilo, verá que le encontraremos pronto una excelente casa a usted y los suyos” decía, corriendo de aquí para allá, para desaparecer en su oficina para hacer llamadas telefónicas. Entretanto Clé se había presentado en la Universidad y había conocido al profesor Masatoshi Kuroda, titular de la cátedra de italiano en ese tiempo. Era era un hombre de casi cincuenta años, alto, flaquísimo, de cabellos y pupilas de un negro absoluto, con una notable barba bien rasurada, de la cual sobresalían dos bigotes vagamente hitlerianos bajo la nariz. Clé ya había entrenado largamente su mirada en Hokkaido, e individualizaba a menudo a esos purísimos japoneses en los cuales, por algún capricho de los cromosomas o el adn, se manifestaban algunas características de los pueblos septentrionales (Emishi, Ebisu, Ainu y otros) con quienes los japoneses de Yamato habían hecho por siglos la guerra en las fronteras. Evidentemente la guerra no fue un fenómeno permanente, y hubo períodos , hasta prolongados, de tregua dedicados al comercio, y tal vez a las alianzas y los matrimonios mixtos, con trasvasamiento de genes de un grupo a otro. La fuerte, o destacadísima, pelosidad facial y corporal de algunos japoneses se atribuye a contactos genéticos con los pueblos del Norte. El profesor Kuroda pertenecía probablemente a este interesante grupo. Además tenía un rostro profundamente esculpido (digamos a lo Pasolini) que lo hacía asemejarse mucho más a un nativo de Hokkaido. Dejando aparte estas disquisiciones de antropología física, el profesor Kuroda era una persona exquisita, siempre presta toda clase de gentilezas. Sufría quizá de cierto complejo de inferioridad, pero Clé había aprendido sobradamente que, en las relaciones con los otros, esta condición se convierte en una gran virtud, que lleva a premuras de todo tipo. Lo importante, en el plano ético, es, de parte de los otros, no aprovecharse de eso. El profesor Kuroda sabía bien el italiano escrito y literario, estaba de heho traduciendo Il Principe de Niccolo Machiavelli, pero en el horizonte de lo hablado tambaleaba bastante. Como le sucede a muchos japoneses, no lograba distinguir claramente entre la l y la r, decía “Rondon” por London y “Ruoma” por Roma, y ni siquiera de modo regular, sino como le viniera en gana. Confundía también la b con la v, hesitando en la pronunciación de “Benezia” por Venecia y “Vologna” por Bologna. En cuanto a las sílabas gli, gni y semejantes, era mejor que se las saltara. Uno de los primeros días tras el arribo de Clé a Kioto, el profesor Kuroda se presentó en el Club de la universidad, para anunciar con una inmensa sonrisa: “Hoy me gustaría conduciru aru señoru Ruaimondi a visitar la “Birra Imperiale” de Shuugaku-in..” Clé, en un primer momento, ya bien consciente de la importancia adquirida en Japón, desde fines del 1800 en adelante, por la rubia bebida germánica, pensó (¡pero solo por un segundo!) que existía en Kioto una empresa de producción con licencia para jactarse con el prestigioso adjetivo “imperial”. Luego comprendió que se trataba de una dificultad lingüística, y que la meta de la salida propuesta era la “Villa Imperial” del Shuugaku-in en las afueras de Kioto. Posterguemos por algunas páginas la visita a la Birra Imperial. Regresemos en cambio al Club de la universidad y a las llamadas de la señora Uriu. “Ah!” exclamó la señora y corrió hacia la mesa de Clé en el curso de una comida. “Parece que hay algo… Dicen en la universidad que un profesor americano, Mister Thomas, ha retornado hace poco a los “Estados”, y que su casa debe estar libre. No pertenece a la universidad, sino que es privada, así que será más cara. Para compensar esto parece que es muy bella. ¿Cuándo le gustaría ir a a verla? ” Esa tarde el matrimonio Uriu acompañó a Clé a ver la famosa casa. Desde el Club el grupito caminó durante algunos minutos hacia el norte, cruzando la entrada principal de la universidad y atravesando la calle que conduce al Pabellón de Plata (Ghinkaku-ji), famoso templo y jardín de Kioto. Más adelante pasaron por el portal de madera de un templo budista conocido con dos nombres. Oficialmente llamado Chion-ji (Templo de la Gratitud), pero popularmente conocido como Hyakumanben (Un millón de veces). En 1331 hubo en Kioto una peste que causó muchos muertos; el abad del tempo hizo repetir un millón de veces una célebre plegaria breve útil para la salud, cuyos mágicos efectos pronto se hicieron evidentes. Como recuerdo, el templo fue rebautizado “Un millón de veces”. En los países budistas la palabra “templo” no indica (como podría imaginar el lector occidental) un solo edificio, no es un paralelo de los términos “iglesia”, “mezquita”, “sinagoga”. Templo (tera o, como sufijo, ji) indica un vasto conjunto, un complejo de edificios y espacios libres, casi siempre ordenados como jardín. En el caso en cuestión, traspasado el portal de ingreso se presentó a los ojos de Clé un espacio cubierto de pedregullo al final del cual se alzaba el pabellón principal, flanqueado por otros edificios menores destinados a diversos usos. El conjunto pertenecía, como ya dije, a la secta Joodo, una de las principales en el panorama del Budismo japonés. El templo no era muy antiguo, como suele suceder hubo incendios y reconstrucciones (la última de 1662), pero los diseños originales se respetaron siempre rigurosamente, en cada ocasión. De alguna manera la madera del sagrado edificio había, con el tiempo, madurado, se había cocido, por así decirlo, adquiriendo una preciosa pátina de un marrón oscuro. Después de cruzar varios pabellones de Un millón de veces, el grupito llegó a un portal secundario sobre una callecita de pedregullo, flanqueada por casas bajas de impecable presencia tradicional, y por jardines rodeados por muros bajos bien arreglados donde florecían gardenias. “Esta es la casa” exclamó Miki Uriu, apuntando con la mano un edificio de aspecto neutro pero sólido, menos cuidado que las villas vecinas, con algunos árboles y un jardín desprolijo, cercado por un muro de la altura de un paseante. “Eximio Kami de las casas, gracias” murmuró Clé, sonriendo interiormente. “Una vez más lo has logrado, simpático truhán.” En verdad la casa bien podía calificarse de ideal, se parecía a aquella de la calle Once, abandonada hacía poco en Sapporo. Estaba concebida a la occidental, es decir con habitaciones con piso de madera, no con las esteras tatami a la japonesa, por lo tanto con sillas y mesas en el comedor, el salón y el estudio, y con camas en los dormitorios; incluso el baño era a la occidental. Además había una cómoda cocina y dos cuartos a la japonesa para la cocinera y los eventuales ayudantes domésticos. Malachite, apenas llegada de Tokio, se puso contentísima, y ¡sí que se había vuelto, con el tiempo, bastante difícil de contentar! Por las ventanas se disfrutaba de una vista que no tenía nada en común con aquellas dramáticas y espléndidas de la torre de Marsili o de Fiesole, pero que a su humilde y casta manera era exquisitamente carácterística del viejo Japón. Se ha dicho tantas veces que la arquitectura sino-coreo-japonesa es una obra de techos; los cuales se presentan con curvas medianamente acentuadas, medianamente elegantes. Se ha incluso supuesto que estas curvas venían del Norte, de la costumbre por parte de los nómades de hacerse las tiendas con pieles de animales y de sostener sus bordes con palos. En suma, de las ventanas se adivinaba, en medio de una dulce confusión de ramas de pino, la parte más alta del gran techo que cubría el pabellón mayor en el templo de Hyakumanben. Se adivinaban también, de abajo hacia arriba, los perfiles verdísimos de las colinas que limitan con Kioto al este, y que culminan en el Monte Hiei (843 metros). La localidad donde los Raimondi iban a instalarse se llamaba Asukai-choo, esto es “Barrio del Pozo de Asuka”. Asuka a su vez significaba “Pájaro que vuela”. En suma, completo significaba “Barrio del Pozo del Pájaro que vuela”. Nombre curioso, pero típico y pleno de referencias históricas. Hace miles de años, en la era Heian (794-1185) se llamaba asuka a ciertos cantos populares. El nombre fue adoptado por un poeta y campeón de kemari, (una suerte de pacato y ceremonial juego de balonpié), famosísimo en la sociedad elegante de su tiempo, quien lo transmite a sus descendientes, evidentemente establecidos en esa zona de Kioto. Era definitivamente un nombre altamente miyabiyaka, como le explicó Miki Urui a Clé, esto es “antiguo y gentil”. De Case, amori, universi, por Fosco Maraini (Mondadori, diciembre 1999).

Traducción: Amalia Sato.