Revista Barzón 26, diciembre 2012
Epílogo Verano
Por Amalia Sato
Para los romanos cultivados el otium era el tiempo dedicado a las actividades preferidas, y para Cicerón el otium cum dignitate lo más deseado por los hombres felices, honestos y saludables, que dejaban atrás en las ciudades el negotium. Así de clásico.
Y con eso soñamos también ahora cuando el año se desbarranca. El momento sagrado.
Obviamente ilusionados con la certidumbre de que el placer en verano puede ser otro que escape al pautado mecanismo de control social sobre lo que se debe o queda bien, y renegando del concepto de playa como escaparate de los obsesionados con la anatomía socializada del cuerpo perfecto, anhelamos estar de pie ante el paisaje puro. Aislados física y espiritualmente ante lo que después del cielo es nuestra medida de lo inmenso: el mar, o la medida de nuestro vértigo: las montañas. Si felizmente paganos, livianos, ligeros, descalzos, sosteniendo una mirada fija y obstinada sobre un horizonte inalcanzable en un recogimiento que nos da la medida de nuestra pequeñez reconocida, filósofos al fin. Si románticos, interrogando y contemplando con nostalgia el “inútil paisaje” según el oxímoron de Tom Jobim, definitivamente conscientes de nuestra escisión, como el monje de Friedrich en esa playa inhabitable.
Y ,antes de que todo pase, ya sentimos el efecto melancolizante de ese período maravilloso, pues sabemos – glosando con audacia pero sin irreverencia un fragmento de la Etica de Spinoza – que aquel que recuerda algo con lo que se deleitó, desea poseerlo en las mismas circunstancias … y al imaginar la falta se entristece; esa tristeza referida a la ausencia de lo que amamos se llama desiderium … (o como traduce espléndidamente Marilena Chauí, estudiosa brasileña del autor), saudade.
Y volviendo a los romanos, cuya civilización hizo el ciclo completo de placeres y dolores, el escenario más perfecto lo encontraron en el golfo de Nápoles, el Mediterráneo y la luz que bañaba sus villas residenciales. Luz única, capturada en dos films inolvidables. La escalera al infinito de la casa roja, la villa Malatesta, a 32 metros sobre el mar, y Brigitte saludando a Piccoli con saco de hilo claro y sombrero, desde la terraza vertiginosa, con el golfo de Salerno y las rocas de los Faraglioni de fondo; o la Huppert sentada en una silla al borde de un barranco de la isla de Ischia con la mirada clavada en el mar; los personajes abrumados de Godard y Guignard, en el centro del verano.
La estación de las mayores ilusiones y la luz más implacable.