Dos historias fantásticas: La Llorona y Yotsuya Kaidan

Por Guillermo Quartucci, publicado en revista la Tokonoma 7

En todas las sociedades y culturas tradicionales existen historias de aparecidos, en su mayor parte expresadas a través de leyendas que se han transmitido oralmente de generación en generación. México y Japón, en el período histórico inmediatamente anterior a la modernización, es decir, en México en el período virreinal (1521-1823) y en Japón en la época Edo (1603-1868), son particularmente ricos en este tipo de historias.
En el Japón de los Tokugawa eran muy populares los encuentros denominados hyaku monogatari, en los que la gente se reunía para intercambiar historias de miedo, especialmente en las tórridas noches de verano. Cada uno de los participantes (que no tenían que ser cien, cien en este caso significa muchos) se sentaba frente a una vela encendida, que debía ser apagada en el momento en que terminaba de narrar su historia. Con la última historia contada y la última vela apagada, la oscuridad de la noche se adueñaba del espacio y volvía al ambiente propicio para experimentar esa particular sensación del “placer del miedo”, como la denominaba Lafcadio Hearn.
En el período Edo, en Japón se produjo un boom literario de publicaciones dedicadas a este tipo de literatura, con antologías que recogían historias fantásticas autóctonas, historias importadas de China e historias importadas de China adaptadas a la idiosincrasia japonesa. También el teatro kabuki, el bunraku y las recitaciones de kaidan y kôdan eran pródigos en este tipo de narraciones, especialmente en la última etapa del período, cuando la descomposición del sistema (es decir, durante el bakumatsu) provocó una mayor demanda de temas bizarros y fantásticos. Asimismo, contribuían a este fenómeno las condiciones de vida de la época y el valor de sugerencia de unas ciudades, donde todavía era muy difícil desterrar las sombras de la noche y su consecuente carga de temor y fantasía.
En México, durante el Virreinato, si bien las historias fantásticas no tienen el alcance editorial de las japonesas, hay numerosos testimonios de un gran corpus de leyendas de aparecidos que la gente gustaba relatar en ciertas ocasiones sociales, cuando el grupo se reunía para celebrar algún acontecimiento y la oscuridad de la noche hacía propicio el momento para adentrarse en compañía en el atractivo mundo de lo oculto. Escritores del siglo XIX dejan asentado en sus memorias de la infancia, las veladas que solían pasar junto a otros niños, donde nunca faltaba una abuelita o una nana que se dedicara a entretenerlos con historias de terror.

El romanticismo del siglo XIX

Si bien las historias de fantasmas, con el propósito manifiesto de provocar la sensación del miedo, tanto en México como en Japón, nacen en los siglos anteriores, es a partir de la modernización cuando cobran un nuevo significado. La modernización de Japón comienza a partir de la Restauración Meiji, en 1868, y la de México con la Restauración de la República, en 1867, y a ambas fechas siguen cuarenta años de relativa paz y prosperidad que permiten a los círculos de escritores comenzar a plantearse de una manera novedosa las cuestiones del quehacer literario.
En los primeros años hay una euforia racionalista y positivista que lleva a los escritores de ambos países a rechazar Edo y el Virreinato, como épocas de oscurantismo y superstición que impiden el avance de la ciencia y las fuerzas sociales progresistas. En Japón, con el lema de “civilización e ilustración” (bunmei kaika) y en México con el de “orden y progreso”, ambos lanzados desde arriba, se logró movilizar durante dos décadas a los grupos sociales más progresistas, incluido el de los intelectuales. Sin embargo, hacia la última década del siglo XIX, surgieron pensadores, literatos y artistas que, velada o abiertamente, criticaron la vacuidad del presente y se refugiaron en el pasado como una forma romántica de escapar a lo que ya se vislumbraba como fracaso del positivismo. Se inicia así lo que podría considerarse un desarrollo tardío, si se compara con Europa, de la corriente romántica.
En el retorno nostálgico a Edo y el Virreinato, y sobre todo en el rescate de las viejas historias de terror y espanto que parecían haberse disipado con la llegada de la electricidad y los tranvías, algunos finos intelectos de la élite de Japón y México lograron la hazaña de impedir que se perdiera la riquísima tradición fantástica, sobre todo de sus vetustas capitales. Las callejuelas de Edo, pobladas de seres extraños que medraban amparados en las sombras, y los rincones apartados de la “muy noble y benemérita ciudad de México”, la capital colonial de la Nueva España, volvieron a ser escenario de historias prodigiosas como las que habían provocado el encanto y el terror de los antepasados, esta vez al filo del siglo XX. Son precisamente dos de estas historias, inmensamente populares en Japón y en México, incluso en nuestros días, el objeto de análisis de este trabajo: La Llorona y Yotsuya Kaidan.

La Llorona

De esta historia, como de todos los relatos populares que se han transmitido oralmente de generación en generación, existen varias versiones. Sin embargo, dos son las que han prevalecido. En la más antigua se decía que la Llorona era el espíritu errante de la Malinche, la amante indígena e intérprete del conquistador Hernán Cortés, quien había sido un factor determinante, junto con su pueblo, los tlaxcaltecas, en la derrota por los españoles del Imperio azteca encabezado por Moctezuma, en la tercera década del siglo XVI. Consumada la conquista y muerta ya Malinche, se aparecía en las noches su espíritu errante en las calles de la flamante capital de la Nueva España, llorando y lamentándose, arrepentida de haber contribuido a la derrota del pueblo hermano de los aztecas. Su llanto se escuchaba en todas las casas de la traza española, infundiendo el terror de cuantos lo oían, y muy pronto comenzó a correr la versión de que quien la veía enfermaría gravemente, perdería la razón o simplemente moriría. La aparición se producía en las noches de luna, cuya claridad hacía resaltar la figura de la llorosa mujer, envuelta en una delgada túnica blanca y con el cabello negro y revuelto, lo que acentuaba su carácter espectral. El fantasma, después de recorrer las calles desiertas de la ciudad aterrada, se perdía en las aguas del todavía existente lago de Texcoco. Esta versión tiene su principal exponente en José María Marroquí, cuya Llorona data de 1876.
La otra versión de la Llorona, que es la que ha llegado a nuestros días, es más útil para compararla con Oiwa, la desdichada heroína de Yotsuya Kaidan. En esta versión, la Llorona es Luisa, una guapa mujer mestiza que tiene dos hijos fruto de sus amores con un hidalgo español afincado en México. La dicha parece presidir la vida de la pareja, hasta que un día el hombre le confiesa a su amante que va a casarse con una española que acaba de llegar expresamente a México y que, además, quiere a sus hijos. La mujer, desesperada, trata de retener al hombre de todas las maneras, pero ante el fracaso, ahoga a los niños en el lago de Texcoco, e inmediatamente se suicida. Pasado el tiempo, su espectro errante se desplaza llorando a gritos por las calles de la ciudad, reclamando a sus hijos, sembrando así el terror entre sus habitantes.
Como en la otra versión, su vista puede provocar la enfermedad o la muerte, e igualmente, el fantasma se pierde en las aguas del lago. La versión en verso de Vicente Riva Palacio y Juan de Dios Peza, de 1884, opta por esta interpretación de la historia, aunque es la de José María Roa Bárcena, de 1857, la que mejor la cuenta, enmarcándola en comentarios acerca de las creencias del pueblo.

Yotsuya Kaidan

De esta historia también existen variantes, pero básicamente se reducen a dos: la pieza teatral de kabuki de Tsuruya Nanboku IV, Tôkaidô Yotsuya Kaidan, representada por primera vez en 1825, y una narración presuntamente real de los hechos que apareció en 1829, aprovechando el éxito de la pieza de Nanboku, y que describe los hechos reales que dieron lugar a la erección del santuario shintoista de Oiwa Inari, en Yotsuya.
La versión de Nanboku nos habla de Oiwa, una bella y filial muchacha, hija de un carpintero, que decide casrse con un rônin, Iemon, quien es adoptado por la familia ante la ausencia de herederos masculinos.
Iemon, un hombre ambicioso, no está satisfecho con el matrimonio, menos cuando nace el primer hijo, que lo molesta con su llanto. Además, Oiwa sufre las consecuencias del parto y debe permanecer todo el tiempo en cama. La nieta de un acaudalado vecino pone sus ojos en Iemon, pero para unirse a él trama, junto con su abuelo y el samurai, la forma de quitarse del medio a Oiwa. Con la excusa de que va a recuperar su salud, hacen beber a Oiwa un poderoso veneno, que a las pocas horas desfigura horriblemente una parte de su cara y le hace caer la mitad del cabello. Transformada en monstruo, se suicida. Cuando Iemon la encuentra, la clava en una tabla, junto con un criado fiel que descubre el engaño y es asesinado por Iemon, y arroja a ambos al río. La noche en que intenta consumar su amor con la nueva esposa, ésta se transforma en Oiwa y Iemon le corta la cabeza con la espada, para descubrir, aterrorizado, que no es Oiwa. El abuelo de la muchacha oye los gritos y cuando se aparece en la puerta del cuarto donde se ha cometido el crimen, Iemon ve en él al criado asesinado días atrás, y también lo mata con la espada. Al darse cuenta de lo que ha hecho, huye de Edo, pero al pernoctar a la orilla del río, de pronto surgen de las aguas los fantasmas enfurecidos de Oiwa y el criado, que dan cuenta de él. James de Benneville publica en 1921 una versión en inglés de esta historia que sigue en parte a Nanboku, pero que incorpora elementos aportados por la versión en kôdan de finales de Edo, también muy famosa.
La historia del santuario shintoista de Oiwa Inari, de 1827, retomada por Tanaka Kôtarô, en la década de los veinte de este siglo, cuenta que Oiwa, hija de un samurari de bajo rango, funcionario policial, enferma de niña de viruelas, como resultado de lo cual su rostro queda desfigurado y pierde un ojo. Cuando llega el momento de casarla, conociendo las dificultades que la fealdad de su hija entraña, arregla mediante un nakôdo unirla a una samurai desempleado, joven y simpático, Iemon, que anda buscando rehacer su suerte y se convierte así en el heredero de la familia de Oiwa. Un samurai amigo de Iemon, cuando se entera de que una de sus dos amantes está embarazada, pide a Iemon que se case con ella, para lo cual debe repudiar a Oiwa. Cuando ésta sabe la verdad, enfurecida, desaparece, y vuelve a aparecer, como fantasma vengativo años después, cuando ya la familia de Iemon ha aumentado en varios hijos, para ir acabando uno a uno con ellos, incluidos Iemon y su esposa, hasta borrarlos de la faz de la tierra. La superstición popular convirtió a Oiwa en un fantasma que, como la LLorona en México, aterrorizaba a los vecinos de Yotsuya, en Edo, al punto de matarlos del susto. Para apaciguar el espíritu errante de Oiwa, se levantó el santuario de Oiwa Inari, y con la veneración de su memoria, el fantasma dejó de aparecer.

Los fantasmas enfurecidos de la Llorona y Oiwa

En las dos historias que se acaban de narrar hay varios elementos comunes que hacen interesante intentar una comparación de dos culturas tan alejadas en el espacio, como son las del México virreinal y el Edo de los shogunes, no obstante, paralelas en el tiempo.
En primer lugar, el aspecto de estas dos mujeres despechadas, cuya furia y muerte antinaturales hacen que vuelvan a manifestarse en este mundo, para terror de los vivos: ambas, según la mayoría de las descripciones, aparecen con una túnica blanca y vaporosa, vestimenta talar de la Llorona, propia de los religiosos de la época, mortaja con que se envolvía a los muertos en Japón, la de Oiwa. Ambas presentan la larga cabellera suelta y desordenada, y su gesto es tan horroroso que nadie que las haya visto puede escapar a la locura o la muerte.
Asimismo, ambas mujeres en su peregrinar emiten gritos aterradores, de llanto en la Llorona, de risa sarcástica en Oiwa, que hielan la sangre de cuantos los escuchan.
También el marco en el que aparecen es muy similar: la antigua traza (centro) de la ciudad española en México y las colinas de Yamanote en Edo. Ambas ciudades, en la época premoderna, estaban casi totalmente en penumbras y la sombra de los palacios de los hidalgos españoles y de las iglesias y conventos, en México, y de las residencias (yashiki) de los samurai y los templos budistas y santuarios shintoistas, en Edo, se transformaban en formas ominosas para la imaginación popular. También ambas ciudades estaban atravesadas de canales y acequias que las hacían más sugestivas.
La hora es la medianoche: cuando las campanas de la Catedral dan las doce, en México; cuando llega la hora del buey (ushimitsudoki, la una de la mañana en el actual horario) en Edo, momento en que aparecen los fantasmas. Lo avanzado de la noche, además de propicio para el recogimiento, favorece la aparición de criaturas extrañas. Todavía las ciudades no cuentan con un sistema de alumbrado público, con lo que la noche continúa siendo el marco perfecto para el horror y el misterio.
En cuanto a las razones por las cuales estas dos mujeres no pueden encontrar la paz después de muertas, tanto en La Llorona, como en Yotsuya Kaidan, hay elementos comunes de naturaleza social y de creencias religiosas que hacen interesante la comparación.
Ambas historias ocurren en las zonas donde habita la clase social que ostenta el poder: los españoles en México, los samurai en Edo. Siempre ha habido en la imaginación popular una marcada preferencia por situar las historias más atractivas donde los ricos y poderosos viven, en una muestra clara de la fetichización del dinero y el poder. Desde el punto de vista de la tensión narrativa, el marco que prestan las áreas donde vive la gente importante, con sus edificios majestuosos e imponentes, acrecienta la eficacia del relato. Estas historias permiten al narrador de extracción popular, adentrarse, aunque sea con la imaginación, en espacios de otra manera vedados a su condición social y donde el que detenta el poder es el malvado: véase al hidalgo que seduce a la mestiza Luisa, la infeliz Llorona, o el samurai que engaña a la fea Oiwa, el desdichado espectro de Yotsuya.
Por otra parte, este tipo de narración popular, a falta de otra calidad positiva del sexo femenino que no sea la de madre abnegada y fiel esposa, convierte a la mujer, objeto pasivo de la lujuria y ambición del hombre, cuando se enoja, en una erinia capaz de aterrorizar a toda una comunidad con su sed de venganza, y en su versión extrema, un fantasma furioso que no logra la paz hasta que todos le rindan el homenaje que en su condición de mujer, el ser irracional por excelencia, se le negó en vida. El concepto de onryô, espíritu furioso, en japonés, es muy útil para definir la actitud de estos seres que existen en todas las culturas.
Tanto en la creencia cristiano-católica, como en la budista-animista populares, las personas que mueren en circunstancias violentas o bajo los efectos de una pasión muy fuerte, no pueden alcanzar la paz post-mortem hasta que se apague su estado de confusión. En el rito católico son las plegarias por las ánimas del Purgatorio – adonde van a parar los que mueren carentes de estado de gracia – las encargadas de restaurar la paz de los espíritus. En el budismo-animismo, muy mezclado en Japón, el alma de los muertos alcanzará la paz en su mundo de sombras cuando se les construya un monumento funerario, y se rece lo suficiente como para calmar su desdicha. No hay peor cosa que morir mientras se padece el sentimiento de urami. Urami, que significa resentimiento, rencor (grudge, en inglés), es junto con onryô, un concepto aplicable con mucha utilidad a otras culturas.

Fosco Maraini. Casas, amores, universos.

Fosco Maraini (1912-2004) Etnólogo, orientalista, alpinista, fotógrafo, escritor y poeta. Florentino y ciudadano del mundo. Niño rebelde y vivaz, interesado en los libros sobre Oriente que atesora la madre inglesa, testigo de las conversaciones de su padre escultor con sus amigos, los refinados ingleses italianizados de Toscana, “aburridas visitas” a los ojos del pequeño, como D.H.Lawrence, Bernard Berenson o Aldous Huxley. El conocimiento de Giuseppe Tucci con quien comparte una expedición al Tibet será uno de los estímulos para periplos sin fin que lo llevarán también a Japón antes de la guerra. Allí pasará años con la bella esposa Topazia , pintora siciliana y sus tres hijas Dacia, Yuki y Toni, será lector de italiano en las universidades, investigará la cultura ainu, tendrá residencias en Sapporo y Kioto. Al estallar la guerra, por negarse al igual que su mujer a jurar lealtad a la República de Salò, lo internan con toda su familia en un campo de concentración en Nagoya. Como protesta ante las inhumanas condiciones de vida en el lugar, se corta el dedo meñique de la mano izquierda ante los comandantes, gesto que le vale contar con un huerto y una cabra. Así de arriesgada fue siempre su vida. En esta novela autobiográfica, Casas, amores, universos, él es Clé y Topazia Malachite; los modos de esa primera mitad del siglo XX, los tiempos gentiles de un mundo académico donde es un privilegiado, el inquieto panorama intelectual de un Japón objeto de estudio y de placer por parte de los estudiosos extranjeros allí establecidos , narrados demoradamente por este “maestro italiano de nuestro tiempo”, en la valoración del Premio Nomina que le concedieron en su país. En otro de sus libros, Giappone Mandala, (Japan: Patterns of Continuity, en la traducción al inglés) buscaba la conjunción de fotos con ideogramas, creando su personal Imperio de los signos. La cubierta de Mondadori para Case, amori, universi, del cual presentamos un fragmento, muestra una foto de su autoría: un equilibrista subido a una escalera desafiando el vacío. La lutta col nulla. “Liberado de la gravosa esclavitud de la crónica al microscopio”, el testimonio de quien vivió,como gustaba decir, construyendo puentes entre su “endocosmos” y el “exocosmos”.

Los años del Sol Naciente: Kioto Las cosas del Japón, tan diferentes de estas de nuestra Europa y de las de casi todo el mundo… A. Valignano, El Ceremonial para los Misioneros en Japón (1565, ca) … este infernal país que es Japón, donde todo es Lenguaje, todo signo, del mito a la sopa, de la ideología a la vida! A. Abrasino, “Corriere della Sera”, 2 abril 1975. Qué maravillosa experiencia es para un egiptólogo, entrar en contacto directo, en Japón, con una civilización viva que puede compararse, desde cierto punto de vista, con aquella de la que admiramos y estudiamos las obras de otros tiempos. En el Egipto faraónico, así como en el Japón de ayer y casi todavía en el actual, una nación se integra al cosmos culminando en un Emperador, él mismo en relación con los dioses. J. Leclant, Reflexiones de un egiptólogo en un Santuario Shinto. Nuestro Japón es tierra de dioses, tierra de fe. Por eso plantas, pájaros, animales, insectos, piedras se multiplican y son más bellos que los de otros países… Hiraga Gennai. 1. En el barrio Pozo del Pájaro que vuela En 1941 regresar a Italia se había vuelto imposible: todas las comunicaciones internacionales estaba bloqueadas por al guerra. Mientras tanto la beca de estudio del gobierno japonés llegaba a su fin y no estaba prevista ninguna renovación. Clé y su familia se habrían encontrado en serias dificultades, si la universidad de Kioto no hubiera ampliado su programa de enseñanza de italiano disponiendo el agregado de un lector nativo. El puesto se lo ofrecieron a Clé, quien lo aceptó como única solución a sus problemas y a los de su familia.

La partida de Sapporo fue a fines de abril. En la estación se había reunido una pequeña multitud de amigos y conocidos para saludar a Malachite, Dafne, la pequeña Yuri y Clé. Estaban presentes claro los adorables Lane, Matilde cuyo nombre pronunciaban Machirudo, el profesor Hecker con su hijo adoptivo Yoshiro y su novia Hiroko, Hiro Miyazawa, el jovencito Takeda, así como algunos compañeros de alpinismo y de esquí, del Club Alpino Académico de Hokkaido y del Club de Esquí de Sapporo. El profesor Kodama había enviado a su asistente en representación del Instituto de Anatomía de la universidad de Hokkaido, del cual formalmente Clé era miembro. Ninguno de los Ainu había venido desde sus lejanas aldeas (demasiada distancia y poco dinero), pero unas doce cajas que contenían casi quinientos objetos ainu, recogidos por Clé durante sus años ainu en Hokkaido, ya habían sido enviadas a Kioto. (Una afortunadísima serie de circunstancias permitió a Clé salvar la colección, de gran valor etnográfico, de los peligros de la guerra, y de los propios de un viaje larguísimo, logrando acercarla a Florencia, donde más tarde, en 1954, encontró su lugar en el Mueso de Antropología y Etnología de la universidad). El día se presentaba sereno, con un pertinaz vientito del norte. Todas las montañas en torno a Sapporo, blancas por la nieve. Clé las observaba con nostalgia: “¡Adiós monte Teine, donde Hiro y yo tuvimos la experiencia de acampar en un iglú!”. Y poco después de la partida aparecieron en las ventanillas del tren los volcanes apagados de Niseko, recorridos tantas veces despreocupadamente a lo largo y a lo ancho. ¡Cuántas hilachas del corazón abandonadas para siempre entre esos montes solitarios y remotos! Malachite y Clé conocían Kioto, pero solo como turistas, por su visita a la ciudad en otoño de 1939. Ahora había que establecerse allí por tiempo indeterminado, tal vez un largo tiempo, y sobre todo había que buscar una casa. Por suerte los medios no disminuían; el sueldo de un lector extranjero era bastante mejor que el de un profesor japonés. Y además – ¿por qué no recordarlo con gratitud?- , el doctor Raimondi había conseguido para Clé un suplemento adicional, tramitado ante el ministerio de Asuntos Extranjeros y la Embajada, el cual ayudaba mucho a Malachite y a las niñas en sus necesidades. La conducta del doctor Raimondi en Florencia era por cierto la de un generoso Júpiter Olímpico que sentenciaba: si te ayudas, Dios te ayuda. En todas partes, en el panteón de los laicos había un Kami, un dios menor, destinado a las casa, y Clé pensaba a menudo sonriendo: ¡Seré su fiel devoto! Desde su nacimiento el muchacho había tenido siempre la fortuna de vivir en lugares casi ideales; la villa de Ricorboli ni qué hablar, o la más nueva en Gelsomino con sus encantos, la torre de Marsili, la Granja de Saraillon en Aosta, la casa de la Calle Once en Sapporo… A todas las había adivinado ese Kami bribón y benevolente. ¿Sucedería ahora de nuevo? Por el momento, Clé – una vez ubicadas Malachite y las niñas en un hotel de Tokio – se había instalado en el así llamado Club de la universidad de Kioto, un pensionado donde le brindaban las mejores condiciones. Fue allí donde conoció a los Uriu, una joven pareja sin hijos: él era corresponsal del diario “Asahi”, y ella trabajaba en el Club como jefa de personal. Miki Uriu era bastante alta para ser una japonesa: delgada, graciosa, sonriente, extremadamente emotiva, pasaba de las lágrimas a la risa varias veces en pocos minutos de conversación. Vestía siempre kimonos del sobrio gusto shibui. “Quédese tranquilo, verá que le encontraremos pronto una excelente casa a usted y los suyos” decía, corriendo de aquí para allá, para desaparecer en su oficina para hacer llamadas telefónicas. Entretanto Clé se había presentado en la Universidad y había conocido al profesor Masatoshi Kuroda, titular de la cátedra de italiano en ese tiempo. Era era un hombre de casi cincuenta años, alto, flaquísimo, de cabellos y pupilas de un negro absoluto, con una notable barba bien rasurada, de la cual sobresalían dos bigotes vagamente hitlerianos bajo la nariz. Clé ya había entrenado largamente su mirada en Hokkaido, e individualizaba a menudo a esos purísimos japoneses en los cuales, por algún capricho de los cromosomas o el adn, se manifestaban algunas características de los pueblos septentrionales (Emishi, Ebisu, Ainu y otros) con quienes los japoneses de Yamato habían hecho por siglos la guerra en las fronteras. Evidentemente la guerra no fue un fenómeno permanente, y hubo períodos , hasta prolongados, de tregua dedicados al comercio, y tal vez a las alianzas y los matrimonios mixtos, con trasvasamiento de genes de un grupo a otro. La fuerte, o destacadísima, pelosidad facial y corporal de algunos japoneses se atribuye a contactos genéticos con los pueblos del Norte. El profesor Kuroda pertenecía probablemente a este interesante grupo. Además tenía un rostro profundamente esculpido (digamos a lo Pasolini) que lo hacía asemejarse mucho más a un nativo de Hokkaido. Dejando aparte estas disquisiciones de antropología física, el profesor Kuroda era una persona exquisita, siempre presta toda clase de gentilezas. Sufría quizá de cierto complejo de inferioridad, pero Clé había aprendido sobradamente que, en las relaciones con los otros, esta condición se convierte en una gran virtud, que lleva a premuras de todo tipo. Lo importante, en el plano ético, es, de parte de los otros, no aprovecharse de eso. El profesor Kuroda sabía bien el italiano escrito y literario, estaba de heho traduciendo Il Principe de Niccolo Machiavelli, pero en el horizonte de lo hablado tambaleaba bastante. Como le sucede a muchos japoneses, no lograba distinguir claramente entre la l y la r, decía “Rondon” por London y “Ruoma” por Roma, y ni siquiera de modo regular, sino como le viniera en gana. Confundía también la b con la v, hesitando en la pronunciación de “Benezia” por Venecia y “Vologna” por Bologna. En cuanto a las sílabas gli, gni y semejantes, era mejor que se las saltara. Uno de los primeros días tras el arribo de Clé a Kioto, el profesor Kuroda se presentó en el Club de la universidad, para anunciar con una inmensa sonrisa: “Hoy me gustaría conduciru aru señoru Ruaimondi a visitar la “Birra Imperiale” de Shuugaku-in..” Clé, en un primer momento, ya bien consciente de la importancia adquirida en Japón, desde fines del 1800 en adelante, por la rubia bebida germánica, pensó (¡pero solo por un segundo!) que existía en Kioto una empresa de producción con licencia para jactarse con el prestigioso adjetivo “imperial”. Luego comprendió que se trataba de una dificultad lingüística, y que la meta de la salida propuesta era la “Villa Imperial” del Shuugaku-in en las afueras de Kioto. Posterguemos por algunas páginas la visita a la Birra Imperial. Regresemos en cambio al Club de la universidad y a las llamadas de la señora Uriu. “Ah!” exclamó la señora y corrió hacia la mesa de Clé en el curso de una comida. “Parece que hay algo… Dicen en la universidad que un profesor americano, Mister Thomas, ha retornado hace poco a los “Estados”, y que su casa debe estar libre. No pertenece a la universidad, sino que es privada, así que será más cara. Para compensar esto parece que es muy bella. ¿Cuándo le gustaría ir a a verla? ” Esa tarde el matrimonio Uriu acompañó a Clé a ver la famosa casa. Desde el Club el grupito caminó durante algunos minutos hacia el norte, cruzando la entrada principal de la universidad y atravesando la calle que conduce al Pabellón de Plata (Ghinkaku-ji), famoso templo y jardín de Kioto. Más adelante pasaron por el portal de madera de un templo budista conocido con dos nombres. Oficialmente llamado Chion-ji (Templo de la Gratitud), pero popularmente conocido como Hyakumanben (Un millón de veces). En 1331 hubo en Kioto una peste que causó muchos muertos; el abad del tempo hizo repetir un millón de veces una célebre plegaria breve útil para la salud, cuyos mágicos efectos pronto se hicieron evidentes. Como recuerdo, el templo fue rebautizado “Un millón de veces”. En los países budistas la palabra “templo” no indica (como podría imaginar el lector occidental) un solo edificio, no es un paralelo de los términos “iglesia”, “mezquita”, “sinagoga”. Templo (tera o, como sufijo, ji) indica un vasto conjunto, un complejo de edificios y espacios libres, casi siempre ordenados como jardín. En el caso en cuestión, traspasado el portal de ingreso se presentó a los ojos de Clé un espacio cubierto de pedregullo al final del cual se alzaba el pabellón principal, flanqueado por otros edificios menores destinados a diversos usos. El conjunto pertenecía, como ya dije, a la secta Joodo, una de las principales en el panorama del Budismo japonés. El templo no era muy antiguo, como suele suceder hubo incendios y reconstrucciones (la última de 1662), pero los diseños originales se respetaron siempre rigurosamente, en cada ocasión. De alguna manera la madera del sagrado edificio había, con el tiempo, madurado, se había cocido, por así decirlo, adquiriendo una preciosa pátina de un marrón oscuro. Después de cruzar varios pabellones de Un millón de veces, el grupito llegó a un portal secundario sobre una callecita de pedregullo, flanqueada por casas bajas de impecable presencia tradicional, y por jardines rodeados por muros bajos bien arreglados donde florecían gardenias. “Esta es la casa” exclamó Miki Uriu, apuntando con la mano un edificio de aspecto neutro pero sólido, menos cuidado que las villas vecinas, con algunos árboles y un jardín desprolijo, cercado por un muro de la altura de un paseante. “Eximio Kami de las casas, gracias” murmuró Clé, sonriendo interiormente. “Una vez más lo has logrado, simpático truhán.” En verdad la casa bien podía calificarse de ideal, se parecía a aquella de la calle Once, abandonada hacía poco en Sapporo. Estaba concebida a la occidental, es decir con habitaciones con piso de madera, no con las esteras tatami a la japonesa, por lo tanto con sillas y mesas en el comedor, el salón y el estudio, y con camas en los dormitorios; incluso el baño era a la occidental. Además había una cómoda cocina y dos cuartos a la japonesa para la cocinera y los eventuales ayudantes domésticos. Malachite, apenas llegada de Tokio, se puso contentísima, y ¡sí que se había vuelto, con el tiempo, bastante difícil de contentar! Por las ventanas se disfrutaba de una vista que no tenía nada en común con aquellas dramáticas y espléndidas de la torre de Marsili o de Fiesole, pero que a su humilde y casta manera era exquisitamente carácterística del viejo Japón. Se ha dicho tantas veces que la arquitectura sino-coreo-japonesa es una obra de techos; los cuales se presentan con curvas medianamente acentuadas, medianamente elegantes. Se ha incluso supuesto que estas curvas venían del Norte, de la costumbre por parte de los nómades de hacerse las tiendas con pieles de animales y de sostener sus bordes con palos. En suma, de las ventanas se adivinaba, en medio de una dulce confusión de ramas de pino, la parte más alta del gran techo que cubría el pabellón mayor en el templo de Hyakumanben. Se adivinaban también, de abajo hacia arriba, los perfiles verdísimos de las colinas que limitan con Kioto al este, y que culminan en el Monte Hiei (843 metros). La localidad donde los Raimondi iban a instalarse se llamaba Asukai-choo, esto es “Barrio del Pozo de Asuka”. Asuka a su vez significaba “Pájaro que vuela”. En suma, completo significaba “Barrio del Pozo del Pájaro que vuela”. Nombre curioso, pero típico y pleno de referencias históricas. Hace miles de años, en la era Heian (794-1185) se llamaba asuka a ciertos cantos populares. El nombre fue adoptado por un poeta y campeón de kemari, (una suerte de pacato y ceremonial juego de balonpié), famosísimo en la sociedad elegante de su tiempo, quien lo transmite a sus descendientes, evidentemente establecidos en esa zona de Kioto. Era definitivamente un nombre altamente miyabiyaka, como le explicó Miki Urui a Clé, esto es “antiguo y gentil”. De Case, amori, universi, por Fosco Maraini (Mondadori, diciembre 1999).

Traducción: Amalia Sato.